Para ponerle un marco al artículo de Antoni Puigverd. La cosa es tal cual. Y eso que no lo veo donde vivo. Pero bajé al paseo de Begoña hace unos días....Y miré para otro lado. ¿Para qué enojarme? Estoy mayor para enfadarme. Yo ya no me enfado por nada, ni por nadie, que es malo para el corazón, y barrunto yo que tal y como soy, moriré de un mal de corazón, tal vez heredado de mi abuela materna que llevó marcapasos desde los 50 años. Los mismos que a mí me caen en junio.
Así que yo, tranquilita. Siempre tranquilita. A mí nadie me rompe el corazón. Y no tengo motivos yo para quejarme, de nada en general, porque está feo y es cansino, pero de eso, en particular, mucho menos. Me han querido mucho y me siguen amando, y también me han querido querer y no han podido. Por respeto a eso, jamás me quejaré yo de falta de amor o de que me hayan roto el corazón. Jamás. Sería un insulto a todo ese amor que he recibido y al que he rechazado. Hay cosas que sabes que no puedes ni debes hacer y por eso, sé que no lo haré nunca.
La arrogancia
Cada día linchamos a un político culpable de lo que está
pasando. Si anteayer era Torra y después fue Sánchez, ahora es Ayuso. La lista
de cargos y dirigentes es muy elevada y, en la mayoría de ellos, el
atrevimiento es directamente proporcional a la falta de preparación. El
banquillo de candidatos al linchamiento es inagotable. Por consiguiente, el
ciudadano inquieto puede tranquilizarse: bajo la ola de pesimismo económico y
pandémico que nos invade, siempre nos quedará el arcaico consuelo del chivo
expiatorio.
Ahora bien, a pesar de que los
medios evacuan diariamente el malestar de estos días en el inodoro de la
política, las calles se siguen llenando de ciudadanos incívicos que estropean
lo conseguido en estos días de confinamiento. Nos encerramos en casa para
frenar la propagación del coronavirus, pero este esfuerzo se puede ir al traste
por los comportamientos particularistas que es inevitable observar por la
ventana. Niños jugando en grupo en los jardines públicos mientras sus padres
forman corros, adultos eligiendo el horario de recreo, familias enteras
deambulando, grupos de ciclistas y corredores invadiendo aceras, paseadores
compulsivos de perros, gente tomando el sol en los bancos de la calle o
juntándose en barbacoas. Etcétera. Llevamos ya muchos años de democracia, pero
todavía se interpreta como “el sistema en el que yo hago lo que me da la gana;
y a ti qué te importa”.
Un ejemplo de esta visión de las cosas: durante el
confinamiento se ha acuñado una expresión despectiva, “policía de balcón”, para
ridiculizar a las personas que, con o sin razón, riñen a los que se saltan las
normas del confinamiento. No ha aparecido ninguna expresión para nombrar a los
que, burlando las normas en nombre de su reverenciadísimo ego, han saboteado
las medidas de higiene colectiva que las autoridades médicas y políticas han
dictado contra el virus.
Por supuesto, estas autoridades están completamente equivocadas. El infeliz
portavoz Fernando Simón no vale nada. Lo afirman periodistas de gran fama:
“Simón activa el interruptor del cabreo social”. De golpe, en España han
aparecido cientos, quizás miles de expertos en epidemiología que pontifican por
radio, Twitter o televisión sobre la lucha contra la Covid-19. Son tantos los
españoles que conocen perfectamente lo que hay que hacer para detener el virus,
que el escritor Julio Llamazares lamentaba, irónico, el otro día en El
País , el enorme talento que el mundo va a perderse. ¿Cómo es posible
que no estén dirigiendo la OMS?
De todos modos, ahora que la pandemia afloja un poco, la nueva moda entre
los opinadores caseros o mediáticos es acusar a los médicos de
hiperproteccionismo; y de cobardes a los ciudadanos que se someten a las normas
del confinamiento. ¿Tanto miedo os da morir? Estos novios de la muerte
responden a ideologías diversas: derecha o izquierda, españolistas o
independentistas. Pero coinciden en la arrogancia, que vuelve a estar de moda.
Son la última expresión de aquella masculinidad drástica que manda a los
hombres a vivir al límite. Al parecer, las funciones protectoras, connotadas
como femeninas, son incompatibles con una vida intensa.
Cien años atrás estas tesis predominaban en las vanguardias artísticas y
políticas (futurismo, fascismo, sóviets). El poeta J.V. Foix versificó su
pasión por vivir al límite en un célebre soneto: “Hay que arriesgarse en tierra
y mar, y en el arte nuevo (...) y caer a los treinta y tres, como Alejandro”.
Foix dedicó su vida a la poesía, aunque sin descuidar la espléndida pastelería
familiar. No es extraño que viviera bastantes más años que el heroico Alejandro
el Magno; cayó a los 94. Los actuales reivindicadores del riesgo vital, que
desprecian a los que nos protegemos de la Covid-19, añoran la ética de los
jóvenes oficiales húsares que, en las noches alcohólicas, se jugaban la vida a
la ruleta rusa. ¿Tanto miedo os da morir?
Entre los nostálgicos de la ruleta rusa, entre las masas de expertos en
virología y entre tantos egocéntricos convencidos de que las normas están
hechas para los rebaños, pero no para ellos, será una tarea muy ardua superar
la doble dificultad (sanitaria y económica) a la que nos estamos enfrentando.
Los expertos pedían “disciplina social” para hacer frente al virus. Pero en
España no se practican más que dos formas de disciplina. La partidista, que
compromete a los fanáticos de cada secta ideológica (de ahí la pervivencia de
la Guerra Civil), pero que justifica el incumplimiento de las normas, si las
dicta el adversario o enemigo. Y la disciplina del beneficio, que une a los
grupos de interés. Puesto que en España no hay valores generalmente
compartidos, el patriotismo cívico no puede existir. En Catalunya, que
participa de estas mismas pulsiones españolas, se ha cultivado, además, la
desobediencia como valor nacional. Ahora que necesitaríamos disciplina cívica
para alcanzar el objetivo común (salvarnos de la peste y de la ruina),
notaremos, tal vez, la función corrosiva de la desobediencia.