Este artículo fue publicado en Tribuna
en el diario ELCOMERCIO el martes 19/06/2018
El que titula es un término utilizado para definir una
máquina simple. Le he dado un significado de cuño propio para denominar a
aquellas mujeres de enorme simpleza que hablan y hablan y de toda esa verborrea
no se puede sacar nada aprovechable. No le veo ningún problema al hecho de que
una persona sea locuaz, siempre y cuando lo que diga tenga contenido. Y si así
es, cuanto más mejor. Por supuesto, el término también podría aplicarse a los
hombres: los hay que solo saben hablar de fútbol y sidras pero nunca me han
interesado. Tampoco las mujeres de semejante simpleza. Sin embargo, por el
hermanamiento que conlleva el género, me han preocupado. No por ellas mismas,
porque en su simpleza ni siquiera son conscientes de sus limitaciones, sino por
lo que representan. Ciertamente de todo tiene que haber en la viña del Señor
pero no las echo de menos cuando no convivo con ellas y, desde luego, mi lugar
de trabajo no es lugar donde se ubiquen, gracias a Dios. Pero me topé con una,
de las ejemplares, de las de libro, en el peor momento y lugar: un espacio
reducido que facilitaba la escucha de su “ilustrada” conversación. Un transporte
público. Yo debía terminar de repasar mi presentación en un seminario de
investigación al que me habían invitado en una de las dos más prestigiosas
universidades públicas madrileñas. Me tenía bastante preocupada – es un honor
que te inviten, pero hay retos y retos en la vida, y los mayúsculos asustan –. Mañana
intensa en la Facultad. Recuerdo haber comido rápidamente una ensalada. Me meto
en el tren; evito aviones, siempre que sea posible, desde que soy madre. Tres
personas en el vagón: una señora mayor, la trócola – yo aún no lo sabía – y
servidora. Me puse a desplegar en la mesilla el portátil, los apuntes, las
copias de las diapositivas, y, feliz de la vida, pensé que en el silencio y
tranquilidad de ese vagón refrigerado que me llevaría a Madrid tendría varias
horas que golosamente disfrutaría para revisar mi conferencia. Nada más lejos
de la que sería mi realidad a partir de ese momento.
ILUSTRACIÓN DE GASPAR MEANA
La trócola entro en acción
nada más salir de Gijón y desde ahí, ya no paró. Yo creí que sí, que llegados a
Oviedo, donde cogimos más pasajeros, ya terminaría una conversación telefónica
que, para estar en un transporte público, ya duraba demasiado. De Gijón a
Oviedo hay un trecho. Pues no. Se subió un matrimonio de mediana edad en la
capital, y retomando la marcha el tren, ella reinició su conversación. Una
nueva charla, con otra persona claro, porque las lenguas de las trócolas son
inagotables pero las orejas de los que sufren su “doctas” palabras tienen una
capacidad limitada. En su favor tengo que decir que hablaba en un tono
perfectamente ajustado en decibelios al lugar en que estábamos – el problema es
que yo tengo muy buen oído y estaba en la fila delantera en diagonal –. Era guapa.
Muy bien vestida, no muy maquillada, apenas una ligera sombra de ojos azul. Pestañas
muy cortas pero rizadas artificialmente para tratar de compensarlo. Siempre
recordaré dos “canciones” que me cantaba mi madre de niña: “Susana, no uses
jamás rizador de pestañas; no lo necesitas y las estropearás”. Y la otra canción
que solo necesitó cantarme una vez: “Hija mía, por favor estudia”. Tanto me lo
creí que empecé a estudiar y no paré y, de hecho, escogí un trabajo que es lo
más parecido a seguir estudiando. Sin estudio e investigación no hay verdadera
docencia. Como digo, la apariencia externa de la trócola era impecable, lo cual
es coherente en personas que se preocupan tan poco de cuidarse por dentro, y no
me refiero a tomar bífidus activo sino a cuidar y alimentar su cerebro y, sin
embargo, se cuidan por fuera. No paraba. Y una llamada, y otra, y ji, ji, ji, y
ja, ja, ja. Y llegamos a León y ahí está. Y rebasamos León y sigue la matraca.
Le lanzo en diagonal un par de miradas modelo Rottenmeier que mis hijos conocen
bien y que no necesitan más palabras. Pero nada. Con ella no funcionan. Lógico.
Jamás podría yo criar una persona así. Resoplo, me cabreo, tengo que revisar esto,
tengo sed, tengo hambre, una “fame negra asturiana”. El bien avenido matrimonio
ovetense se saca su bocata de buen jamón. Tal vez ellos se apiaden de mí y le
digan algo porque tras el bocata, cogen su novela. ¿Y dónde está la novela de
la trócola? No sabe lo que es. Ignora su utilidad. ¿Y la película? Tal vez le guste
y se ponga los auriculares y la vea y yo pueda estudiar. Pero no. Si hubiera
visto “Un Reino Unido” se hubiera enterado de la existencia de un país llamado
Bechuanolandia, posteriormente Bostwana, conocido por sus diamantes. Se hubiera
enterado de que por aquella época se cocía en Sudáfrica una política llamada “Apartheid”
y se hubiera ilustrado un poquito. Sin esfuerzo. Sin tener que leer. Pero
claro, si lo hubiera hecho igual le hubiese picado el gusanillo de saber más de
esa época, de ese lugar, de entrar en otro país que es el de la gente que
leemos y que necesitamos a la gente que escribe, y claro, eso supondría salir
de “Trocolandia” que es un país donde se vive muy feliz diciendo naderías. La
que optó por ver la peli para no oírla a ella fui yo (de todas formas, dormir
es opcional y la noche en Madrid puede ser muy larga). Comprobé que la trócola
seguía hablando. Si hubiese sido ella Oscar Wilde la hubiera escuchado con
placer. Él no hablaba: epigramaba. Terminada la peli, la trócola continúa. ¡Qué
sería de estas personas sin tarifa plana! A ratos eran risitas; algunas
sospechosamente gozosas. El repertorio de vacuidades tenía cambios de
modulación pero seguía siendo lo mismo: conversación vacía. La nada. La náusea.
Llegué a mi hotel y el recepcionista me dijo: “Tiene
usted ahí restaurante hasta la una de la madrugada, señora (se debió de
percatar de mi “fame negra”)”. Y llegué a mi habitación en el hotel en la calle
Agustín de Foxá. Y me tumbé en la cama, no sé si con ganas de dormir o de
morir, de la tortilla de aspirinas que necesitaba por la cefalea trocoliana que
tupía mi cabeza. Y por un momento deseé morir. Y Foxá me recordó: “Y pensar
que, después que yo muera, aún surgirán mañanas luminosas; que, bajo un cielo
azul, la primavera…”. El seminario de investigación en Madrid, muy bien.
Gracias, amable lector.
Melancolía del desaparecer
Y pensar que
después que yo me muera,
aún
surgirán mañanas luminosas,
que bajo
un cielo azul, la primavera,
indiferente
a mi mansión postrera,
encarnará
en la seda de las rosas.
Y pensar que,
desnuda, azul, lasciva,
sobre
mis huesos danzará la vida,
y que
habrá nuevos cielos de escarlata,
bañados
por la luz del sol poniente
y noches
llenas de esa luz de plata,
que
inundaban mi vieja serenata,
cuando
aún cantaba Dios, bajo mi frente.
Y pensar que no
puedo en mi egoísmo
llevarme
al sol ni al cielo en mi mortaja;
que he
de marchar yo solo hacia el abismo,
y que la
luna brillará lo mismo
y ya no
la veré desde mi caja.