Le habla, en ficción entiendo yo, a su amiga en su carta de muchas cosas, entre ellas el poliamor. No he terminado de entenderlo nunca. Si una mujer necesita más de una po.... para estar tranquilita y feliz, es que en el fondo no le satisface ninguna, ¿verdad?
Mejor una y que te llene ella misma y su portador, por supuesto.
Por lo demás, un bonito relato de Marta Sanz.
Querida Clara,
Me pregunto quién leerá cuando
acabe todo esto, porque escribir escribimos en las redes, en los cuadernos,
nunca sobre las fachadas de las casas —siento nostalgia del grafiti…—, quién
leerá después de días y días de propaganda lectora ñoña sobre los poderes
sanadores de la poesía, quién leerá cuando tiene que pluriemplearse o ver una
serie o acercarse al banco de alimentos más cercano para que le entreguen un
saquito de arroz y tres latas de atún. Quién leerá cuando lo urgente sea
recuperar asociaciones contra la tortura que denuncien nuevas legitimadas
brutalidades policiales.
Querida Clara:
No sé muy bien cómo empezar este correo, pero de lo
que estoy completamente segura es de que lo tengo que escribir. No pretendo
justificarme, sino compartir contigo un estado de ánimo, un bucle del que me
resulta complicado escapar y que está haciendo que la cabeza me dé vueltas. Ya
no me puedo dormir a base de orfidales, valeriana, melatonina, yoga, pilates
—ombligo busca columna y casi nunca la encuentra— y chupitos de whisky del que
habitualmente uso sin abuso para preparar solomillos de cerdo al horno.
Hablando de solomillos, la pregunta sobre los cerdos es otra de las que me
acosa últimamente. Ya nunca lo volveré a hacer. No comeré solomillos de cerdo
al whisky ni chuletillas de cordero. No comeré palomas torcaces. Algo se me ha
torcido en el estómago estos días. Experimento una sensación pura, luminosa,
nueva, cuando contemplo a los patos, enseñoreados, caminando por los bulevares.
Lo bueno de estos días de pandemia: la ultralimpieza
del aire, una limpieza de anuncio que ha pegado una puntada a la rasgadura en
la capa de ozono; sin embargo, esa higiene planetaria cuenta con el reverso
tenebroso de la ultralimpieza asesina del hogar que nos está matando mientras,
paradójicamente, nos salva de infecciones e invisibles mortíferas partículas de
saliva. Lejía, amoniaco, desengrasante. Pomelos y patatas desinfectados y ese
olor a limpio que fulmina a las personas alérgicas. Lo uno y lo otro
acumulándose en mi desconcierto, Clara, querida, igual que se acumula la lejía
en mis riñones.
No hay escapatoria, querida Clara. O al menos así lo
siento yo en los días más tristes. No encuentro el tono para hablarte y se me
solapan los pronósticos sobre el fin del confinamiento. Tengo los dedos
agarrotados porque no sé si escribir con una alegría, electrizante y
contagiosa, como brazo que saca al perro de Goya de la arena que se lo come
lentamente; no sé si utilizar un discurso apocalíptico que a veces confunde la
mutación con el fascismo; no sé si captarte para la secta con tono de
sacerdotisa fanática o con esa musiquilla naif, esa sonrisa fija y sospechosa,
que hace de la esperanza un eslogan tan artificial.
Soy una impostora y me abofeteo por ello. No sé
completar los dictados musicales. No reconozco el la perfecto entre la
acumulación de ruidos que me bombardean la cabeza. No encuentro el hilo de
Ariadna para contar historias. Todas las metáforas me sirven y con ninguna me
encuentro tranquila. Todas la metáforas me sirven, pero a veces no me atrevería
a poner un pie en la calle sin haber elaborado previamente un rígido protocolo
de zapatos, felpudos, lavadoras, guantes, mascarillas; otras veces, me
disfrazaría de Baby Jane, me pondría el traje de primera comunión, echaría a
correr hasta que un amable policía me alcanzase “¿adónde vas, bonita?”. Y,
entonces, yo me daría la vuelta bruscamente y le mostraría mi cara de vieja
tras los tirabuzones fingidos y él se taparía la boca con una mueca de espanto.
No, no soy una niña con patinete. Soy el personaje de una historia de terror.
Soy lo malo que se esconde tras lo que parecía ser.
Consecuentemente y, pese a todas las expectativas, me
parece que no voy a poder entregarte la novela el día 1 de mayo como habíamos
acordado. No puedo enviarte al buzón el enredo amoroso de Benji y Noelia que se
cruza con el de Lola y Selene y con el de Alvarito y Manel. De repente, aunque
el amor es muy importante y nos puede salvar de casi todo y “all you need is
love” y tralaralará, ni yo misma me creo lo que escribo y la solidaridad se me
solapa con las consignas de la CIA, Lennon con los protagonistas de Homeland,
el sentido de la oportunidad con el oportunismo…
A ratos, querida Clara, pienso que, cuando salgamos de aquí, necesitaremos
novelas de amor y lujo, novelas saltarinas y amables, vodeviles, para borrar
las escenas que jamás imaginamos que viviríamos
A ratos, querida Clara, pienso que, cuando salgamos de
aquí, necesitaremos novelas de amor y lujo, novelas saltarinas y amables,
vodeviles, para borrar las escenas que jamás imaginamos que viviríamos:
féretros ordenados sobre la pista del palacio de hielo, madres que mueren sin
poder aferrarse a la mano de sus hijas, ancianos asustados, mujeres con ojos
salidos de las órbitas, sanitarios exhaustos, médicas que lloran en la salida
de incendios del hospital, libreros que mueren de un infarto en sus casas
porque no se atreven a ir a urgencias, vecinos que escriben amables carteles
para que la cajera del supermercado que vive en el tercero C se mude y no
contagie a la comunidad. “Te recordamos, querida vecina, que en esta casa, hay
niños”.
Necesitaremos epopeyas y apólogos, seguidillas y
fábulas, para conciliar el sueño y mantener el espejismo de que todo va bien y
de que el género humano es bueno por naturaleza más allá de los golpes de la
Historia.
Luego, querida Clara, me digo “y una mierda”, y no
puedo evitar que nuestra preciosa historia de poliamor y parejas, no ya
cruzadas sino amalgamadas en una aleación orgánica e indestructible, se
reconvierta en un relato de terror, en un ensayo, en una novela ortodoxamente
realista y social que pueda leer, no para consolarse, sino para indignarse
hasta la médula y las trancas, la cajera del supermercado expulsada por su
amable comunidad de vecinos que aplaude puntualmente cada día a las ocho.
Entonces, también me pregunto quién leerá cuando acabe
todo esto, porque escribir escribimos en las redes, en los cuadernos, nunca
sobre las fachadas de las casas —siento nostalgia del grafiti…—, quién leerá
después de días y días de propaganda lectora ñoña sobre los poderes sanadores
de la poesía, quién leerá cuando tiene que pluriemplearse o ver una serie o
acercarse al banco de alimentos más cercano para que le entreguen un saquito de
arroz y tres latas de atún. Un estropajo. Quién leerá cuando lo urgente sea
recuperar asociaciones contra la tortura que denuncien nuevas legitimadas
brutalidades policiales.
No sé si escribir sobre lo que estamos viviendo es imprescindible o sería
mejor sumirnos en el sueño que Fauna, Flora y Primavera expanden en forma de
esporas letárgicas sobre el reino de Aurorita, la durmiente
Querida Clara, me da miedo que todo cambie y también
que todo siga igual. Me da miedo esta concentración de nostalgia de lo que
podemos perder: tacto, gusto, terrazas de verano para los pocos y pocas que
próximamente se lo puedan pagar. No sé si escribir sobre lo que estamos
viviendo es imprescindible o sería mejor sumirnos en el sueño que Fauna, Flora
y Primavera expanden en forma de esporas letárgicas sobre el reino de Aurorita,
la durmiente. Corremos el riesgo de pincharnos con el huso de la rueda. Me da
miedo tener miedo de todo cuando, por fin, volvamos a la calle, y me reprocho
esos miedos sanitarios frente a la pobreza que nos engullirá. Querida Clara, me
dará vergüenza llevar mascarilla y me parecerá inmoral no llevarla. No me
encuentro, no me sé.
Vuelvo al principio de mi novela amorosa y me como un
paquete de ganchitos. Mancho con mis dedos naranjas los folios. Los mancho como
si fuese una niña traviesa o una artista plástica. En el fondo, me golpeo y me
castigo porque me siento mezquina preocupándome por la historia de Alvarito y
Manel —la más flojita de la trama— cuando a mi lado caen cascotes, y veo lo
mejor y lo peor del ser humano. Tengo la impresión de que los patos salen de
los estanques porque nadie les echa miguitas y no habrá trabajo y los robots
evitarán la posibilidad de infecciones en las fábricas y en las oficinas, y
dejaremos de ser homo faber, mulier, mulieris, carpe
diem y tampoco sabremos disfrutar del jugoso derecho a la pereza
porque hemos tenido el cráneo metido durante demasiado tiempo en el bombo de la
lavadora- centrifugadora del capitalismo: en anuncios de la tele, las obreras
dicen “Compre esta lavadora: lleva un cachito de mí”. Y desde luego que lo
lleva.
Pero ni la lavadora ni los patronos filantrópicos ni
las compañías privadas de salud que cobran cientos de euros por una prueba de
covid-19 se lo van a agradecer a la carne que proyecta su fuerza de trabajo.
Querida Clara, no sé si mis esfuerzos o las horas que
paso tecleando, en una combinación rara de placer y autoexplotación, de
soberbia y generosidad, se podrían calificar como fuerza de trabajo ni sé si la
poesía tiene derecho a existir después de los traumas de Auschwitz, los índices
de mortalidad y la situación de las residencias para la tercera —cuarta y
quinta— edad…
Y otra vez te miento, querida Clara, porque sí, sí lo
sé todo: yo trabajo y la poesía hoy más que nunca es imprescindible para borrar
o definir, para anestesiar o clavar —esa es mi duda—, pero no me atrevo a
decirlo muy alto por si alguien sintiese deseos de lapidarme.
Querida Clara, creo que la conciencia no es lo mismo
que la culpa y que ni los virtuosos del violín ni las amantes del cine ni yo
misma debemos estar pidiendo perdón todo el tiempo. También sé que no voy a
acabar el libro prometido para el 1 de mayo: el libro de la consagración de
nuestra primavera. No lo puedo escribir sin sentirme sucia.
Tal vez mi obligación sea no mentirme y hablar de lo que duele y
encontrarme en ese dolor con quien aún tenga ganas de leer recibiendo la
escritura como una picadora de hielo y una fuente de perpetuo malestar
Tal vez mi obligación sea no mentirme y hablar de lo
que duele y encontrarme en ese dolor con quien aún tenga ganas de leer recibiendo
la escritura como una picadora de hielo y una fuente de perpetuo malestar que
encierra, bajo su superficie, la urgencia de la metamorfosis, la felicidad, el
bien. Puede que ese sea el secreto de mi oficio. O puede que ahora lleguen los
tiempos de la canción de cuna y las oraciones, los estribillos y los mantras,
para dejar la mente en blanco y levitar por encima de las neveras vacías,
el overbooking de los cementerios y las facturas de la luz.
Querida Clara, estoy confusa. No tengo fuerzas. No tengo inteligencia. De
momento, escribo, pero sé que aún no puedo escribir.
MARTA SANZ