Este artículo fue publicado
en TRIBUNA DOMINICAL de EL COMERCIO el 20/10/2019
Como sabe, la Unión Europea (UE) y, por supuesto,
esto incluye a España y, de momento, también a Cataluña, está empeñada en
lograr evitar el despilfarro para avanzar hacia una economía circular. Es decir,
hacia una economía sostenible en la que los ciudadanos consuman menos y mejor,
reciclen todo lo posible, eviten los plásticos de un solo uso e intenten reparar
o reutilizar los productos antes de tirarlos a la basura. En la vecina Francia,
en un reciente proyecto de ley pionero en este sentido, se proponía además una
medida llamativa e incluso yo diría que exótica: incorporar a todo aparato
eléctrico un “índice de reparabilidad”, para que el comprador sepa de antemano
si el cacharro que adquiere se puede arreglar, o si está destinado a
convertirse en un desecho a la primera avería. Realmente creo que no es una
exageración afirmar que es probable que nuestra supervivencia como especie
dependa del éxito de medidas como esta idea francesa, en línea con las
directivas de la UE. Medidas que pueden sonar muy innovadoras pero que suponen
una cierta vuelta a otra época. Hasta los años cincuenta, el 80% de la
población mundial vivía en los pueblos. Las bolsas de plástico no se habían
extendido. Los envases de vidrio se reutilizaban hasta que se rompían, los
desperdicios orgánicos servían para abonar la huerta o alimentar a los cerdos,
y luego la familia se comía al cerdo. Así era en casa de mi abuela paterna, que
en paz descanse. Todo se aprovechaba. Las latas se ponían en las raíces del
limonero, porque algo de lo que desprendían (ignoro qué era) ayudaba a crecer
al árbol. El café era de pota. Y los restos del café se utilizaban para abonar
algunas plantas. El residuo de hacer un café para toda la familia era cero
patatero. ¿Cuál es el residuo ahora utilizando la bonita cafetera y marca que anuncia
un famoso actor? Cápsulas de plástico “per secula seculorum”.
La ropa se heredaba y, al final, se usaba
para hacer trapos. Así es todavía en muchos lugares del mundo y así fue para
toda la humanidad durante miles de años: no se desperdiciaba nada, se reciclaba
todo, aunque no se conociera esa palabra; se reparaba todo lo que se podía
porque los recursos eran escasos. Ahora, sin volver a las cavernas ni auto-infligirnos
penurias innecesarias, tenemos que recuperar en parte ese espíritu por otro
motivo: porque el planeta no resiste que 7.700 millones de ejemplares de Homo sapiens consuman desaforadamente.
La cultura del consumo tiene sus consecuencias negativas y estas que he
mencionado, claramente, lo son.
Si se impone la economía circular, y si no se
impone quizá no vivamos para contarlo, la etapa de desenfreno consumista y
derroche de recursos habría supuesto entonces solo un brevísimo paréntesis
dentro de la historia de la civilización, un periodo de locura transitoria que
afectó a unas pocas décadas a las sociedades ricas. No se trata de caer en la
nostalgia por un tiempo pasado que siempre fue peor. Se trata simplemente de
mirar hacia atrás y recordar que se puede vivir con menos cosas. Y que conviene
hacer un esfuerzo por darles un segundo uso o repararlas antes de tirarlas a la
basura. No soy ejemplo de nada, pero precisamente cuando me percaté de que en el
vestidor de mi casa ya no me cabía toda mi ropa decidí no comprar más. La
compro a cuentagotas y tengo que tirar una prenda antes de meter otra, si me
regalan algo que no puedo rechazar. Ya he localizado los contenedores. Es una
de las medidas, creo que bastantes, que he tomado para poder contribuir a la
sostenibilidad del planeta. Cada uno podemos poner nuestro pequeño granito de
arena y también conviene, antes de protestar, hacer examen de conciencia.
Me parece estupendo que la juventud esté
concienciada de lo que sucede y de que, de alguna manera, nos estén tirando de
las orejas con sus protestas a la generación anterior, por considerarla culpable
de todo esto, y seguramente lo seremos. ¿Y ellos? ¿Se han mirado el ombligo? Yo
trabajo cada día con jóvenes, convivo entre ellos, los veo en aulas, despachos
y cafetería y ¡oh! ¡¡¡sorpresa!!! Esa generación tan ecologista es capaz de
coger el ascensor hasta la primera planta de la Facultad donde están las aulas
y hasta la segunda donde está la biblioteca. No somos una universidad clasista
que separe el ascensor y diga “solo profesores” pero ellos, nuestros alumnos, si
tienen que hacer esperar a la señora de la limpieza que aguarda con su enorme
carrito para cambiar de piso, lo hacen sin pudor. Fuman en los exteriores de la
Universidad y las colillas, con frecuencia, no terminan en las papeleras
previstas para ello sino en el lugar por donde pasará y las recogerá la señora
de la limpieza. Los chicos y sobre todo las chicas jarifas, (yo fui chica)
cambian de ropa con frecuencia. Cuando yo era joven no había tiendas de ropa
tan barata fabricada en Asia. Lo malo de este asunto es que el consumo de energía
y agua para fabricar una camiseta y un vaquero barato es prácticamente igual a
uno caro. Y como tienen tanta ropa, tienen que recurrir a Apps para venderla. ¿No
sería más útil y, sobre todo, ecológico, comprar menos ropa y repetir la prenda
de vez en cuando? También podrían mantener el teléfono móvil más tiempo, aunque
la obsolescencia programada de este tipo de aparatos - en mi experiencia
siempre por la batería - lo haga complicado, pero es que a ellos les resulta
difícil hacerlo porque están muy enganchados a las nuevas tecnologías, lo cual
hace que se vean presionados a cambiar de modelo de móvil con demasiada
frecuencia. Parte del material de los móviles ya sabemos que procede de las llamadas
“tierras raras”, que dicen algunas lenguas que están por el suelo del Amazonas
que un presidente “despistado” dejó quemar. Y además de permutar el móvil sin
necesidad lo usan constantemente con el consiguiente consumo de energía y salud
ocular. Estamos ante la mayor generación de miopes de la historia. Y los
dolores de cuello que sufrirán en el futuro, no los quiero ni pensar. También usamos
el móvil los adultos, claro está, pero es que ellos nos riñen a nosotros por
haberlos educado en el consumismo del que no pueden, y yo diría que tampoco
quieren, apearse. Como dice un chiste que circula por ahí: “Millones de jóvenes
están empeñados en limpiar el planeta y millones de padres están esperando que
empiecen por su habitación”.
Fuera bromas. Mucha hipocresía veo yo en todo
este movimiento juvenil a favor de la salud del planeta. Mírense ustedes,
jóvenes, el ombligo y lo que están haciendo. En esto, mejor que los jóvenes se
salten una generación y que busquen el futuro en el pasado. En esa economía
circular de los abuelos, antes de sufrir esta plaga de consumo desaforado que
nos hace estar insatisfechos porque lo tenemos todo y, a la postre, no tenemos
nada. Es tan fácil pararse y pensar, ¿realmente necesito comprar esto para
estar bien y ser feliz? Necesitamos muy pocas cosas para ser felices y las
mejores, las más importantes, no se pueden comprar con dinero.