miércoles, 23 de octubre de 2019

La economía circular de mi abuela

Este artículo fue publicado 
en TRIBUNA DOMINICAL de EL COMERCIO el 20/10/2019


Como sabe, la Unión Europea (UE) y, por supuesto, esto incluye a España y, de momento, también a Cataluña, está empeñada en lograr evitar el despilfarro para avanzar hacia una economía circular. Es decir, hacia una economía sostenible en la que los ciudadanos consuman menos y mejor, reciclen todo lo posible, eviten los plásticos de un solo uso e intenten reparar o reutilizar los productos antes de tirarlos a la basura. En la vecina Francia, en un reciente proyecto de ley pionero en este sentido, se proponía además una medida llamativa e incluso yo diría que exótica: incorporar a todo aparato eléctrico un “índice de reparabilidad”, para que el comprador sepa de antemano si el cacharro que adquiere se puede arreglar, o si está destinado a convertirse en un desecho a la primera avería. Realmente creo que no es una exageración afirmar que es probable que nuestra supervivencia como especie dependa del éxito de medidas como esta idea francesa, en línea con las directivas de la UE. Medidas que pueden sonar muy innovadoras pero que suponen una cierta vuelta a otra época. Hasta los años cincuenta, el 80% de la población mundial vivía en los pueblos. Las bolsas de plástico no se habían extendido. Los envases de vidrio se reutilizaban hasta que se rompían, los desperdicios orgánicos servían para abonar la huerta o alimentar a los cerdos, y luego la familia se comía al cerdo. Así era en casa de mi abuela paterna, que en paz descanse. Todo se aprovechaba. Las latas se ponían en las raíces del limonero, porque algo de lo que desprendían (ignoro qué era) ayudaba a crecer al árbol. El café era de pota. Y los restos del café se utilizaban para abonar algunas plantas. El residuo de hacer un café para toda la familia era cero patatero. ¿Cuál es el residuo ahora utilizando la bonita cafetera y marca que anuncia un famoso actor? Cápsulas de plástico “per secula seculorum”.
La ropa se heredaba y, al final, se usaba para hacer trapos. Así es todavía en muchos lugares del mundo y así fue para toda la humanidad durante miles de años: no se desperdiciaba nada, se reciclaba todo, aunque no se conociera esa palabra; se reparaba todo lo que se podía porque los recursos eran escasos. Ahora, sin volver a las cavernas ni auto-infligirnos penurias innecesarias, tenemos que recuperar en parte ese espíritu por otro motivo: porque el planeta no resiste que 7.700 millones de ejemplares de Homo sapiens consuman desaforadamente. La cultura del consumo tiene sus consecuencias negativas y estas que he mencionado, claramente, lo son.


Si se impone la economía circular, y si no se impone quizá no vivamos para contarlo, la etapa de desenfreno consumista y derroche de recursos habría supuesto entonces solo un brevísimo paréntesis dentro de la historia de la civilización, un periodo de locura transitoria que afectó a unas pocas décadas a las sociedades ricas. No se trata de caer en la nostalgia por un tiempo pasado que siempre fue peor. Se trata simplemente de mirar hacia atrás y recordar que se puede vivir con menos cosas. Y que conviene hacer un esfuerzo por darles un segundo uso o repararlas antes de tirarlas a la basura. No soy ejemplo de nada, pero precisamente cuando me percaté de que en el vestidor de mi casa ya no me cabía toda mi ropa decidí no comprar más. La compro a cuentagotas y tengo que tirar una prenda antes de meter otra, si me regalan algo que no puedo rechazar. Ya he localizado los contenedores. Es una de las medidas, creo que bastantes, que he tomado para poder contribuir a la sostenibilidad del planeta. Cada uno podemos poner nuestro pequeño granito de arena y también conviene, antes de protestar, hacer examen de conciencia.
Me parece estupendo que la juventud esté concienciada de lo que sucede y de que, de alguna manera, nos estén tirando de las orejas con sus protestas a la generación anterior, por considerarla culpable de todo esto, y seguramente lo seremos. ¿Y ellos? ¿Se han mirado el ombligo? Yo trabajo cada día con jóvenes, convivo entre ellos, los veo en aulas, despachos y cafetería y ¡oh! ¡¡¡sorpresa!!! Esa generación tan ecologista es capaz de coger el ascensor hasta la primera planta de la Facultad donde están las aulas y hasta la segunda donde está la biblioteca. No somos una universidad clasista que separe el ascensor y diga “solo profesores” pero ellos, nuestros alumnos, si tienen que hacer esperar a la señora de la limpieza que aguarda con su enorme carrito para cambiar de piso, lo hacen sin pudor. Fuman en los exteriores de la Universidad y las colillas, con frecuencia, no terminan en las papeleras previstas para ello sino en el lugar por donde pasará y las recogerá la señora de la limpieza. Los chicos y sobre todo las chicas jarifas, (yo fui chica) cambian de ropa con frecuencia. Cuando yo era joven no había tiendas de ropa tan barata fabricada en Asia. Lo malo de este asunto es que el consumo de energía y agua para fabricar una camiseta y un vaquero barato es prácticamente igual a uno caro. Y como tienen tanta ropa, tienen que recurrir a Apps para venderla. ¿No sería más útil y, sobre todo, ecológico, comprar menos ropa y repetir la prenda de vez en cuando? También podrían mantener el teléfono móvil más tiempo, aunque la obsolescencia programada de este tipo de aparatos - en mi experiencia siempre por la batería - lo haga complicado, pero es que a ellos les resulta difícil hacerlo porque están muy enganchados a las nuevas tecnologías, lo cual hace que se vean presionados a cambiar de modelo de móvil con demasiada frecuencia. Parte del material de los móviles ya sabemos que procede de las llamadas “tierras raras”, que dicen algunas lenguas que están por el suelo del Amazonas que un presidente “despistado” dejó quemar. Y además de permutar el móvil sin necesidad lo usan constantemente con el consiguiente consumo de energía y salud ocular. Estamos ante la mayor generación de miopes de la historia. Y los dolores de cuello que sufrirán en el futuro, no los quiero ni pensar. También usamos el móvil los adultos, claro está, pero es que ellos nos riñen a nosotros por haberlos educado en el consumismo del que no pueden, y yo diría que tampoco quieren, apearse. Como dice un chiste que circula por ahí: “Millones de jóvenes están empeñados en limpiar el planeta y millones de padres están esperando que empiecen por su habitación”.
Fuera bromas. Mucha hipocresía veo yo en todo este movimiento juvenil a favor de la salud del planeta. Mírense ustedes, jóvenes, el ombligo y lo que están haciendo. En esto, mejor que los jóvenes se salten una generación y que busquen el futuro en el pasado. En esa economía circular de los abuelos, antes de sufrir esta plaga de consumo desaforado que nos hace estar insatisfechos porque lo tenemos todo y, a la postre, no tenemos nada. Es tan fácil pararse y pensar, ¿realmente necesito comprar esto para estar bien y ser feliz? Necesitamos muy pocas cosas para ser felices y las mejores, las más importantes, no se pueden comprar con dinero.