Cuando todo se lleva al mismo terreno, se pueden llegar a decir tonterías como la pancarta de la chica de la fotografía, que bien merecido tiene el chiste. Merecidísimo.
Marta Sanz es un encanto de mujer y una buena escritora. Y como escritora, tal vez encontrará el enfoque desde puntos diversos. Como opinadora o articulista, es totalmente incapaz de hacerlo o, tal vez, no quiere hacerlo porque hay un público potencial al respecto y una línea de opinión en el periódico en el que escribe. Por la que entiendo que debería ser su ética personal, considero que es más lo primero que lo segundo. O sea, que sea incapaz de hacerlo porque realmente lo ve así, más que sea acomodaticio.
La leo a ella y leo a Berna González y es siempre, siempre el mismo enfoque. Son incapaces de ver el mundo, a no ser que sea malva y desde el mismo enfoque político también. No tienen otra perspectiva.
Desafinada
Deseo el fin de la peste para volver a disfrutar de las pequeñas cosas que
nos proporcionan una felicidad razonable
Cuando
escribo mi columna suelo tener mucho ánimo: algún suceso desencadena un
pensamiento que comparto desde una imprudente distancia. Procuro mirar hacia un
sitio fuera del foco de la vertiginosa actualidad informativa, y desde un lugar
en el que no resuenen los tópicos. Hoy confieso que lo que nos está pasando me
desborda: la pandemia, lejos de ser inspiradora —palabra macerada en una mística
y cursilería horribles—, me bloquea. No estoy a la altura. No encuentro el
tono. Me irrita el tono apocalíptico de quienes ya se lo veían venir, pero
también esas caritas sonrientes que se vuelcan en el consumo de repostería y en
su reverso glucémico: el body building. No
sé si es desesperanza, puerilidad, incultura, miedo o todo junto lo que lleva a
las sectas evangélicas a organizar multitudinarios saraos de rezo o lo que
mueve a un octogenario a escaparse de la residencia. Se me confunden las
emociones: puede que ese anciano sea un resistente que huye de lo que él
considera un pudridero o un egoísta al que no le importa que la peste se
instale en su casa y extermine a sus seres queridos. Detesto esa nostalgia que
me hace llorar cuando veo Cachitos de hierro y cromo, y
Jaime Urrutia canta Pecados más dulces que un zapato de raso. No me
consiento tanta ñoñería, aunque sé que llorar desatasca. Me chirrían los
zombis, la ciencia ficción, el Soylent Green, el
“todo está ya contado”, y a la vez me espanta la idea aleccionadora de que
nuestra angustia proviene del miedo a lo desconocido. En qué quedamos. A veces
me exaspera y a veces me carcajeo con un sentido del humor ad hoc:un hombre en pijama asegura que nunca estuvo más estresado que
en tiempos de cuarentena. Yo misma incurro en todos los errores. No quiero ser
agorera ni esperanzadora, ni chistosa ni ceniza, ni reflexiva ni decir que
también esto pasará o que no pasará nunca. Luego pienso que cada cual hace lo
que puede. No sé bien qué pensar ni qué sentir ni cómo comportarme. No me
siento cómoda dentro de mi cuerpo. No encuentro la postura: espero que me
disculpen un desconcierto que quizá se parezca al estado de ánimo general. Mi
momentánea desafinación.
Pero me exijo sobreponerme. Me exijo una alegría desbordante para superar
imágenes que perdurarán en la memoria: una pista de hielo reconvertida en
morgue, que se vende como pirueta de la imaginación neoliberal ante la
catástrofe, mientras algunas UCI de hospitales públicos han permanecido
clausuradas por los efectos perniciosos de la privatización. Me exijo una
alegría incontinente para acompañar la soledad de quienes se mueren solos y de
quienes se quedan solos sin haber podido despedirse. Una alegría enérgica para
combatir proposiciones como negar la asistencia sanitaria a los inmigrantes
irregulares durante el periodo de alarma. Deseo el fin de la peste para volver
a disfrutar de las pequeñas cosas que nos proporcionan una felicidad razonable,
pero además me exijo una alegría revolucionaria y un montón de mala leche y
vitriolo —la bondad suma— para que, cuando todo esto termine y todo haya
cambiado, pero muchas cosas sigan igual, es decir, lamentablemente escoradas
hacia el confort de los dueños de las palabras y los capitales, nosotras
sigamos siendo las moscas cojoneras de un sistema insostenible.