Este artículo fue publicado en TRIBUNA DOMINICAL
de EL COMERCIO el 15/03/2020
Los lunes son complicados. Clase a primera en Oviedo,
de Inversiones Financieras en inglés, en la Facultad de Economía y Empresa.
Tutorías allí y regreso al campamento base sito en este lugar majestuoso, la
Universidad Laboral. El caso es que me dirijo a mi celda académica cargada como
una mula, con el violonchelo de mi niña a la espalda (el Conservatorio de mis
hijos está en este maravilloso edificio), la mochila de mi hijo con sus
partituras de piano y solfeo, mi maletín con el portátil que traslado por si me
llevo deberes el fin de semana, lo cual suele pasar, la carpeta con el material
de clases de Gijón y Oviedo y mi bolso, que no es pequeño. Cuando salgo del
coche desde el aparcamiento pienso: “Mejor llevarlo todo en dos viajes,
Susanita”, pero luego tiro para adelante y me digo: “Puedo con todo”, lo cual
es algo que me llevo diciendo desde que tengo uso de razón, y no me ha ido mal
del todo. Ahora bien, discernir lo que puedes hacer y lo que no, ayuda a
definir tu lugar en el mundo y lo que te corresponde. Estaría feo irse de este
mundo sin descubrirlo, ¿verdad?
El lunes anterior me quiso ayudar una señora de la
limpieza que me vio entrar tan sobrecargada en el edificio y le dije que no.
Estaba agotada pero me quedaban unos metros para llegar al despacho así que
decliné la invitación porque además, la sola idea de que alguien me viese
ayudada por ella me resultaba terrible, como si la estuviera utilizando,
cuando había sido ella la que me ofreció su ayuda. Sin embargo, el pasado
lunes, un tipo de unos 55 años o así, que venía detrás de mí, supongo que no a
clase a la Facultad, me adelantó y en el “sorpasso” me dijo: “Vas cargada
¿verdad? Bueno, no te digo nada, porque ahora como no se os puede decir nada”.
Le contesté suavemente: “Me temo que se está equivocando conmigo, señor” y le
devolví la mirada, no de manera desagradable, sino más bien pensando: “No
estaría mal que me ayudases aunque fuera con el maletín del portátil que está a
punto de dislocarme la muñeca de la mano derecha”. Le dije todo eso con la
mirada, pero no lo pilló. Soy una mujer nacida el siglo pasado, así que si no
digo o rechazo frontalmente algo, como lo había hecho con la señora de la
limpieza la semana anterior pues, a priori, creo que es legítimo que ese señor
que me vio cargada me hubiese ayudado con alguno de los bultos. Pero no.
Después de soltar su frasecita, siguió su camino tan campante. O sea, que una
cosa que es de buenos cristianos, o de buenas personas, como es ayudar a otra –
yo lo hubiera hecho con otra persona, si está en mi camino y la hubiese visto
tan cargada, fuera hombre o mujer – se transforma en mala, o acosadora, o de
mal pensantes por obra y gracia del imaginario feminista actual. Un hombre no
puede ayudar a una mujer que va demasiado cargada, no vaya ella a
pensar que la está acosando o tratándola de debilucha. Yo no pienso nada
extraño si no me dan motivos para ello; lo que pienso es que me dolía la
espalda y la muñeca por ir como una burra de carga, en lugar de hacer dos
paseos. Hubiera sido de agradecer que un señor, a manos libres, me hubiera
ayudado, pero
no es posible en este nuevo mundo. Comento esto porque es solo un pequeño
ejemplo de como algo positivo se puede transformar en negativo si cambiamos el
enfoque o lo pintamos todo de malva. Dicho sea de paso, mi color favorito es el
azul, del que vestían a mis hermanos varones, mientras a mí me ponían de rosa,
porque era la niña de la casa, lo cual no me creó ningún complejo por ser
mujer. He luchado por todo aquello en lo que he creído, sin pensar en si soy
hombre o mujer, y lo he hecho, como digo, sin complejos.
Colores de la ropa al margen agradezco que mis padres
me dieran siempre las mismas oportunidades que a mis hermanos varones y me
dijeran: “Tú no vales menos que ellos; pero tampoco más, cual naife”. Y sí, tenemos
los mismos derechos que los hombres. El problema, el nuevo problema, es que hay
mujeres que creen que tenemos más derechos, hasta para aparcar en la calle, que
es de todos por igual. Y, por supuesto, es porque han sido mal educadas. Una
razón más para sentirme orgullosa y feliz de la educación recibida. En igualdad
de género, pero de la de verdad. De la buena.