Lo que sigue es un artículo publicado ayer por un catedrático de Derecho Penal en EL PAÍS. Es lo más sensato y sabio que he oído y he leído todos estos días, en relación a la cuestión referida. Lo más cabal, por no decir lo único.
Y en este tema, es la primera vez que me auto-censuro. Me ha dado rabia, la verdad. Mucha. Me considero una persona libre, independiente y con ideas propias. Y tras haber escrito el artículo al día siguiente de la sentencia y las reacciones en la calle, no lo envié a prensa y practiqué la auto-censura por primera vez en mi vida, engañándome a mí misma y diciéndome: "Susana, eres economista financiera no abogada de lo penal", lo cual es verdad, por otra parte.
Pues bien, aquí va la opinión de un catedrático de derecho penal que piensa exactamente lo mismo que yo, pero que lo dice mejor porque es su tema. AMÉN, José Luis. AMÉN.
El
‘no es no’
En 20 años se ha modificado la
tipificación de los delitos sexuales cinco veces. Asistimos a la demolición del
modelo de derecho penal sexual basado en la protección de la libertad sexual
individual a favor de otro cada vez más moralista y autoritario
La actual configuración de los
delitos sexuales solo puede entenderse desde la radical transformación que
experimentaron con motivo del cambio registrado en las costumbres sexuales en
las últimas décadas del siglo XX. Se descartó como interés social a proteger
una determinada moral sexual y se puso en primer plano la protección de la
libertad sexual individual. Los delitos contra la honestidad pasaron a ser los
delitos contra la libertad sexual y el nuevo Código Penal de 1995 constituyó
uno de los mejores exponentes, imitado por otros ordenamientos, de esa
orientación. Este enfoque, sin embargo, pronto se cuestionó por sectores
sociales conservadores, quienes ya desde 2003 y con una notable aceleración en
los últimos tiempos consiguieron, con mucha frecuencia aprovechando sucesos
mediáticos, que se produjeran sucesivas y rigurosas reformas que han terminado
desnaturalizando la estructura original de estos delitos. La reincorporación de
componentes moralistas, singular aunque no exclusivamente referidos a la
sexualidad de menores y adolescentes, ha sido una constante. Baste citar como
ejemplo la elevación del límite de edad para que un menor pueda consentir
cualquier actividad sexual, por mínima que sea, la cual ha pasado de los 12 a
los 16 años.
En relación con las conductas que implican contacto corporal, singularmente acceso
carnal, la legislación española fue especialmente coherente. Decidió clasificar
los diversos comportamientos delictivos en función de la gravedad del atentado
a la libertad sexual que supusieran, criterio que adquiría mayor importancia
que la clase de acción sexual realizada. En ese sentido estableció una escala
que se iniciaba con el uso de violencia, a la que seguían la intimidación,
víctima menor de edad, víctimas con déficits cognitivos permanentes o
temporales, el prevalimiento, el engaño, terminando con los supuestos en los
que simplemente no se contaba con el consentimiento de la víctima. Esa escala
de conductas se repartió entre dos grupos de delitos, los de agresiones y
abusos sexuales y, para evitar connotaciones que distrajeran del punto esencial,
la gravedad del ataque a la libertad, se eliminó el término violación, que ya
no calificaba a delito alguno. Más tarde, dentro de la regresión ya señalada,
se reintrodujo para calificar las dos primeras variantes de atentado a la
libertad.
Luego, dada la estructura de estos preceptos, poner el
énfasis en que cualquier acceso carnal no consentido debe ser calificado como
violación no es más que un malentendido o una mera cuestión terminológica.
¿Estamos dispuestos a castigar igual un beso que un acceso carnal no consentidos?
En lo que sigue reflexionaré sobre las demandas
que, con motivo del llamado caso La
Manada, se están formulando a favor de que cualquier acceso carnal no
consentido sea juzgado del mismo modo, sin tener en cuenta la diversa gravedad
del ataque a la libertad sexual de la víctima. Lo que se conoce como el no es no . Propuesta que,
entiendo, se quiere hacer extensiva al resto de conductas sexuales no
consentidas.
Dejo fuera de consideración un análisis, siquiera sucinto,
del fallo de la sentencia en cuestión, no sin antes afirmar que no se merece las sumarias
descalificaciones que está sufriendo por la resolución de un caso ciertamente
difícil y discutible.
Mi tesis es que la
eliminación de las graduaciones en los atentados a la libertad sexual dará
lugar no solo a un derecho penal sexual superficial, carente de matices, sino a
un derecho penal sexual moralista, que fácilmente terminará siendo autoritario.
En primer lugar, la desconsideración de la diversa entidad
del ataque desnaturaliza el propio concepto de libertad sexual, pues si todo
atentado a la libertad sexual merece el mismo juicio, conductas leves y graves,
el valor libertad sufre un proceso de banalización. En contra de lo que pudiera
parecer, la absolutización de la mera ausencia de consentimiento no lleva a una
mayor protección de la libertad sexual, sino a su difuminación como elemento
determinante. Si da igual cualquier afección a la libertad, las distinciones se
trasladan a la clase de comportamiento sexual realizado, como en el viejo
derecho penal sexual. Será la naturaleza de la acción sexual, no la importancia
del atentado a la libertad, lo que marcará la diferencia. ¿O estamos dispuestos
a castigar igual un beso que un acceso carnal no consentidos?
En segundo lugar, la decisión de no graduar los ataques a
la libertad promueve un nuevo avance en la moralización del derecho penal
sexual. La cuestión es por qué no debemos ponderar los ataques a la libertad
sexual, pese a que graduamos los ataques a otros intereses tan importantes como
la vida (asesinato, homicidio, homicidio consentido), la integridad personal,
la libertad ambulatoria (detención, secuestro), la intimidad, el patrimonio
(hurto, robo) y tantos otros intereses básicos. La respuesta parece ser que la
actividad sexual, sin duda componente esencial de la autorrealización personal,
es además una actividad peligrosa, tabuizada, cuya práctica se ha de observar
con atención y desconfianza. De ahí que la condena de su ejercicio involuntario
no admita matices, sea inconmensurable. En ese sentido es un interés superior a
la vida, la integridad personal, la libertad en general, la intimidad… Es
justamente esa actitud desconfiada hacia la sexualidad la que está detrás de
todas las reformas moralistas experimentadas por el derecho penal sexual en los
últimos años.
En tercer lugar, la decisión de no graduar el atentado a
la libertad sexual infringe el principio de proporcionalidad, según el cual la
gravedad de las sanciones ha de guardar proporción con la gravedad de la
infracción. Y ello no solo porque permite castigar del mismo modo conductas de
muy distinta importancia. También porque da lugar a un incremento pronunciado e
injustificado del nivel de castigo de todos estos delitos. Pues, naturalmente,
la igualación de penas tiene lugar por arriba, imponiendo la pena ahora
prevista para la conducta más grave a todas las demás.
Algunos opinantes han urgido estos días una nueva reforma
de los delitos sexuales, pese a que ya han experimentado cinco notables
reformas en menos de 20 años. Incluso se describe la situación actual de caos
normativo. Coincido con esta última apreciación. En realidad, más que de caos,
se puede hablar de una progresiva demolición del modelo de derecho penal sexual
basado en la protección de la libertad sexual individual a favor de otro cada
vez más moralista y autoritario. Y la llamativa pero simple propuesta del no es no puede
conducir a reforzar esa reciente evolución.
Por lo demás, estos días hemos podido ver, una vez más, el
aprovechamiento de las emociones y sentimientos de la población por parte de
una mayoría de nuestros portavoces políticos. La novedad es la incorporación a
ese gremio de agitadores de pasiones de numerosos periodistas. Sin duda en
ambos colectivos hay excepciones, pero solo son eso, excepciones. Mientras eso
ocurra me temo que será imposible desarrollar una política criminal razonable,
en la que se delibere con datos y argumentos sobre las decisiones legislativas
más adecuadas a los diversos problemas penales.
AUTOR: José Luis Díez Ripollés que es
catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Málaga.