Este artículo fue publicado en Tribuna de
EL COMERCIO el 12/01/2021
No sé cuándo leerá usted estas líneas, amable lector, pero yo las escribo tras el fuerte impacto que me ha producido el concierto de año nuevo, el de la Filarmónica de Viena, el primero de enero de 2021. Ciertamente, el año 2020, al que todos teníamos ganas de pasar página, nos ha dejado imágenes grabadas en la retina: colegios cerrados, calles vacías, gente encerrada en casa aplaudiendo en balcones, 50.000 españoles muertos por este dichoso coronavirus… Sin embargo a mí, escuchar a esos extraordinarios músicos tocando para el mundo, a través de las televisiones y conexiones digitales, pero solos en su lugar de trabajo, como si tocasen para sí mismos, o como si de un ensayo se tratase, me dejó completamente bloqueada: sin aplausos en vivo y en directo, enlatados a distancia, sin el calor humano de quienes se pueden pagar la entrada a tal lugar, tal día del año, haciendo de ese día, algo histórico. Que fueran versiones brillantes de estos famosos valses y polkas, dirigidos por Riccardo Muti, que pronto cumplirá 80 años, también ayuda a recordarlo, pero creo que no hará falta ningún esfuerzo para que se me quede grabado para siempre. Era la viva imagen de nuestra vulnerabilidad, de la importancia del mensaje de la música y de que la verdad del arte es para todos. Suelo escuchar cada año este elitista concierto interpretado por esta elitista orquesta, y no puedo evitar pensar que algún día me gustaría estar allí, y escucharlo en vivo y en directo. En este 01/01/2021 la música nos llegaba a todos por igual; no había millonarios sentados en las butacas de la Sala Dorada de la Musikeverin de Viena.
El
coronavirus, cuya visita en el 2020 ha sido tan indeseable, nos ha puesto
delante del espejo, ha colocado en primer plano nuestra vulnerabilidad y nos ha
recordado qué era lo importante y con qué y con quien queremos quedarnos. Nos
ha dado tiempo obligatorio de parada y reflexión. Esa bellísima Sala Dorada,
llena de 30.000 lirios, rosas y orquídeas, pero desangelada y vacía por orden
del coronavirus, nos ha demostrado que el arte, el buen arte con la verdad que
lleva implícita, es para todos. Para todos aquellos que quieran acercarse y les
interese, y les diga algo de sí mismos y les ayude a encontrarse a ellos y a
quienes son realmente importantes y determinantes en sus vidas. El silencio de
esa sala, cuando los músicos dejaban de tocar, sin aplausos, pone de manifiesto
que el silencio tiene su función, que es importante. Las mejores melodías dejan
de tener significado si se les quitan los silencios de negra, de corchea, de
blanca…los que haya puesto el compositor de esa música. Los silencios nos
obligan a escucharnos a nosotros mismos, y delatan que vivimos rodeados de
ruido, de movimiento constante, sin parada, al dictado de las prisas
cotidianas, de las redes sociales y su urgencia, cuya actualidad dura 10
minutos, y pasados esos minutos, a otra cosa mariposa. Lo que nos da fuerza,
estabilidad, consistencia y verdad como seres humanos no puede durar 10 minutos.
Permanece, se queda en nosotros, habla en nuestro interior cuando nosotros nos
paramos y decidimos escucharlo. En mis embarazos, el médico me recordaba que
tenía que escuchar y sentir al bebé cada día, a partir de determinada fecha de
gestación. Que es vital hacerlo, cuestión de vida o muerte y, además, de
verdad. Mis hijos solo se movían cuando yo paraba. O yo solo lo notaba de esa
forma. Soy una persona muy activa y durante la actividad de la jornada, aunque
estaba pendiente de una patadita, no lograba sentirla. Algunos días me
asustaba. Y cuando llegaba la noche, me tumbaba en silencio, me quedaba
completamente quieta y dispuesta a escuchar, a esperar que se movieran, y entonces
sí. Había días que tardaban más, otros era inmediato, en cuanto notaban que yo
paraba, pero era un diálogo diario. Y sí, cuando ellos notaban que yo les
prestaba atención, y quería y necesitaba sentir sus pataditas, ellos lo hacían.
Mi hija hasta casi bailaba algunos días: la visión de los montículos en mi
vientre también es para recordar. Mis hijos, estudiantes de buena música en el
Conservatorio, han heredado mi amor por este arte, tan importante para mí. El
cicatero de Strauss padre prohibió a sus hijos estudiar música, pero no logró
su objetivo. Al igual que sus hermanos, Johann Strauss hijo dijo que nones e
incluso superó a su padre. Le dejó claro que ese bello arte también era para
él. El buen arte, como el buen amor, es democrático y para todos. Para quienes quieran
acercarse y disfrutarlo y sepan reconocerlo, tras entenderse a sí mismos. Si no
es así, ni se entiende la verdad del buen arte, ni la del buen amor. Y la vida,
sin eso, no vale la pena.