sábado, 16 de enero de 2021

La verdad del arte y el amor

 Este artículo fue publicado en Tribuna de 

EL COMERCIO el 12/01/2021

No sé cuándo leerá usted estas líneas, amable lector, pero yo las escribo tras el fuerte impacto que me ha producido el concierto de año nuevo, el de la Filarmónica de Viena, el primero de enero de 2021. Ciertamente, el año 2020, al que todos teníamos ganas de pasar página, nos ha dejado imágenes grabadas en  la retina: colegios cerrados, calles vacías, gente encerrada en casa aplaudiendo en balcones, 50.000 españoles muertos por este dichoso coronavirus… Sin embargo a mí, escuchar a esos extraordinarios músicos tocando para el mundo, a través de las televisiones y conexiones digitales, pero solos en su lugar de trabajo, como si tocasen para sí mismos, o como si de un ensayo se tratase, me dejó completamente bloqueada: sin aplausos en vivo y en directo, enlatados a distancia, sin el calor humano de quienes se pueden pagar la entrada a tal lugar, tal día del año, haciendo de ese día, algo histórico. Que fueran versiones brillantes de estos famosos valses y polkas, dirigidos por Riccardo Muti, que pronto cumplirá 80 años, también ayuda a recordarlo, pero creo que no hará falta ningún esfuerzo para que se me quede grabado para siempre. Era la viva imagen de nuestra vulnerabilidad, de la importancia del mensaje de la música y de que la verdad del arte es para todos. Suelo escuchar cada año este elitista concierto interpretado por esta elitista orquesta, y no puedo evitar pensar que algún día me gustaría estar allí, y escucharlo en vivo y en directo. En este 01/01/2021 la música nos llegaba a todos por igual; no había millonarios sentados en las butacas de la Sala Dorada de la Musikeverin de Viena. 


El coronavirus, cuya visita en el 2020 ha sido tan indeseable, nos ha puesto delante del espejo, ha colocado en primer plano nuestra vulnerabilidad y nos ha recordado qué era lo importante y con qué y con quien queremos quedarnos. Nos ha dado tiempo obligatorio de parada y reflexión. Esa bellísima Sala Dorada, llena de 30.000 lirios, rosas y orquídeas, pero desangelada y vacía por orden del coronavirus, nos ha demostrado que el arte, el buen arte con la verdad que lleva implícita, es para todos. Para todos aquellos que quieran acercarse y les interese, y les diga algo de sí mismos y les ayude a encontrarse a ellos y a quienes son realmente importantes y determinantes en sus vidas. El silencio de esa sala, cuando los músicos dejaban de tocar, sin aplausos, pone de manifiesto que el silencio tiene su función, que es importante. Las mejores melodías dejan de tener significado si se les quitan los silencios de negra, de corchea, de blanca…los que haya puesto el compositor de esa música. Los silencios nos obligan a escucharnos a nosotros mismos, y delatan que vivimos rodeados de ruido, de movimiento constante, sin parada, al dictado de las prisas cotidianas, de las redes sociales y su urgencia, cuya actualidad dura 10 minutos, y pasados esos minutos, a otra cosa mariposa. Lo que nos da fuerza, estabilidad, consistencia y verdad como seres humanos no puede durar 10 minutos. Permanece, se queda en nosotros, habla en nuestro interior cuando nosotros nos paramos y decidimos escucharlo. En mis embarazos, el médico me recordaba que tenía que escuchar y sentir al bebé cada día, a partir de determinada fecha de gestación. Que es vital hacerlo, cuestión de vida o muerte y, además, de verdad. Mis hijos solo se movían cuando yo paraba. O yo solo lo notaba de esa forma. Soy una persona muy activa y durante la actividad de la jornada, aunque estaba pendiente de una patadita, no lograba sentirla. Algunos días me asustaba. Y cuando llegaba la noche, me tumbaba en silencio, me quedaba completamente quieta y dispuesta a escuchar, a esperar que se movieran, y entonces sí. Había días que tardaban más, otros era inmediato, en cuanto notaban que yo paraba, pero era un diálogo diario. Y sí, cuando ellos notaban que yo les prestaba atención, y quería y necesitaba sentir sus pataditas, ellos lo hacían. Mi hija hasta casi bailaba algunos días: la visión de los montículos en mi vientre también es para recordar. Mis hijos, estudiantes de buena música en el Conservatorio, han heredado mi amor por este arte, tan importante para mí. El cicatero de Strauss padre prohibió a sus hijos estudiar música, pero no logró su objetivo. Al igual que sus hermanos, Johann Strauss hijo dijo que nones e incluso superó a su padre. Le dejó claro que ese bello arte también era para él. El buen arte, como el buen amor, es democrático y para todos. Para quienes quieran acercarse y disfrutarlo y sepan reconocerlo, tras entenderse a sí mismos. Si no es así, ni se entiende la verdad del buen arte, ni la del buen amor. Y la vida, sin eso, no vale la pena.