viernes, 3 de mayo de 2019

Indolencia maternal en Capri

Este artículo fue publicado en Tribuna de Opinión 
en el diario EL COMERCIO el 02/05/2019


Seguramente vivir las experiencias con intensidad es una de las cosas que hacen que la vida valga la pena. Una de las más intensas recientemente la tuve en un viaje por la isla de Capri pero no de la manera que, a priori, cabe esperar en la llamada isla del amor. Fue intensa en dolor como consecuencia de lo que considero uno de los más graves ejemplos de la indolencia humana que es la relativa a los progenitores. Puedo entender la indolencia en el trabajo, si no te gusta tu trabajo, ni sientes que haces algo creativo que no aporta nada. Hay gente que está a pasar el rato, lo más rápido posible, cobrar el sueldo y a la primera oportunidad, pillar la baja de turno, aunque no haya suficiente motivo para ello. No es ético ser irrespetuoso con tu trabajo y no ayuda a hacer grande un país, pero es comprensible a nivel humano, si no te gusta lo que haces. Puedo entender la indolencia en el vestir. ¡Para qué preocuparse de la ropa si solo es algo que nos cubre y quita el frío! Puedo entender la indolencia en el aseo, para quien no le gusta lavarse. No sólo algunos niños sino muchos adultos son dejados en ese aspecto, que socialmente puede resultar incómodo, pero lo puedo entender. Ahora bien, en todo hay líneas rojas y la indolencia de los progenitores es algo que no me entra en la cabeza, me parece inhumano, contra natura y hasta aberrante. Algo que me produce un gran rechazo por la persona que lo practica. Sencillamente, no puedo con ello.

Preciosa ilustración de Gaspar Meana.

Salimos del crucero y en la lancha que rodeaba la isla nos acompañaban dos matrimonios catalanes: uno más entrado en años y otro con tres niñas. Comprobé que el acento de la madre de las niñas delataba que no era catalán nativo, por decirlo así. Luego me fijé en su piel oscura y en un señor muy mayor que los acompañaba, de piel aún más oscura, con gorra del FC Barcelona, al que su yerno se dirigía atentamente de vez en cuando: un catalán poco agraciado, no gordo pero sí fondón y adinerado, a tenor de su ropa, la de su esposa y su prole femenina. Me fijé en que la madre comenzó a hacerse selfies nada más sentarse, sin duda aprovechando el maravilloso color turquesa de esas aguas y pensé que luego ya se dedicaría a hacer fotos a las niñas, muy alegres ellas, que vivían aquel viaje como una aventura. No sabía yo en ese momento hasta qué punto me equivocaba. Solemos pensar que otras madres son como nosotras, que hacemos fotos a los niños, al paisaje pero no a una misma no, porque para qué, si lo retratado ya no es lo que era. Mejor retratar la alegría, la belleza y la intensidad de la vida de los infantes. Creo que del recorrido en torno a aquella isla de nombre muy acertado, Capri, porque es tan escarpada que parece más para cabras que para personas, me enteré de donde estaba la casa de Curzio Malaparte, de la que tuvo alquilada Pablo Neruda y alguna cosa más. El resto del tiempo de lo que yo creía que iba a ser un recorrido de placer se convirtió para mí en una experiencia increíble e intensamente dolorosa. La niña más pequeña comenzó a sacar su cuerpo de la barquita, a querer tocar el agua. La primera vez me asusté, la segunda se me puso una piedra en el estómago. Era muy pequeña. No estoy segura de que pudiera nadar con soltura. Traté de autoconvencerme y me dije: “Tranquila, su madre está ahí”. Lo segundo era verdad. Lo de que había motivos para estar tranquila, comencé a dudarlo. La señora que estaba a mi lado, del otro matrimonio catalán más mayor dijo en voz muy baja: “Es increíble”. Y supongo que me lo dijo a mí, porque lo dijo en castellano, así que le contesté en el mismo tono mínimo de voz: “Sí señora. Es increíble”. Supongo que ella era abuela y, claro, madre y también comprendió la situación y mi intranquilidad no verbalizada. Pensé en el patrón de la embarcación. Me preguntaba por qué no decía nada. Si se cayese la niña al agua, también era problema suyo, de alguna manera. Nadie, aparte de las madres que se situaban una al lado de la otra, o sea, la madre catalana y servidora parecíamos darnos cuenta del peligro. Cabe pensar que el padre podía haberse hecho cargo de la situación pero si es un padre español normal, pensaría que si está la madre, hay asuntos de los que se puede despreocupar. De hecho, fue el que en un momento dado dijo algo a la pequeña, que se retiró por unos segundos, pero luego volvió a su aventura. Vista la situación, me desaté las zapatillas de deporte, me quité el reloj y me puse a mirar fijamente a la niña. Por supuesto que si caía al agua, sus padres reaccionarían, pero yo lo haría más rápido, porque estaba pendiente de la niña y no de las fotos al paisaje y, mucho menos, a mí misma. Parapetada tras las gafas de sol, angustiada por la situación que por decoro me impedía decir nada, comencé a dejar caer alguna lágrima, porque ya no podía más. Sin dejar de mirar a la chiquilla. Había momentos que la niña tenía más de medio cuerpo fuera de la barca y realmente me angustié. Finalizado el trayecto, las niñas terminaron sanas y salvas sin caer al agua. Eso sí. Sin una sola fotografía de recuerdo de esa aventura en aguas turquesas. El padre, tranquilo, sí logró tener una foto: la que él mismo le pidió en un momento dado a su esposa. Y la madre, la brasileña enamorada de sí misma, terminó con una colección ingente de fotos: todos los selfies que se hizo más todas las que su marido le tomó, voluntariamente y que recogían la belleza que seguramente lo enamoró. La cabeza, lo dudo mucho. Más bien la falta de cabeza. Era alta, de piel oscura, largas piernas, con un michelín-flotador fruto de tres embarazos, que cubría estratégicamente con una camiseta holgada de Versace y sin culo brasileño, que no recuerdo donde leí que se lograba bailando encima de troncos. ¡Qué cosas! Con todo lo que hay que leer, como para perder el tiempo bailando encima de un tronco. Terminada la travesía, me dirigí rápidamente a un baño donde poder desahogarme de la rabia contenida contra esa mujer, que era el más perfecto exponente de fealdad materna, a pesar de que su belleza femenina le había llevado a la compañía del proveedor de fondos catalán para el que, dicho sea de paso, no miraba mucho. Casi tanto como para las niñas. Quería vomitar de rabia pero no lo logré. Solo conseguí llorar. De rabia, de dolor. Supongo que terminar vomitando lágrimas en Capri no es la experiencia intensa que se puede esperar en la llamada isla del amor, pero fue lo que viví ante una actitud de dejadez y egoísmo maternal llevado a la enésima potencia. No lo entiendo; es algo animal. Han salido de su vientre. ¿Cómo es posible que no se preocupe por ellas? El amor de una madre es una ley ineluctable. Para la mayoría, claro está. Para esta brasileña está claro que no.
Creo recordar ahora que el guía también dijo que un ritual de los enamorados en la isla de Capri es besarse al pasar bajo el arco que dejan los Farallones. Si vuelvo algún día a esa isla sin playas y con funicular, espero que sea para vivir la intensidad de un beso de amor bajo esas famosas rocas. Y luego morir. No conozco otra cosa más importante por la que, en verdad, valga la pena vivir y, por supuesto, morir.