Este artículo fue publicado en Tribuna de Opinión
en el diario EL COMERCIO el 02/05/2019
Seguramente vivir las experiencias con
intensidad es una de las cosas que hacen que la vida valga la pena. Una de las
más intensas recientemente la tuve en un viaje por la isla de Capri pero no de
la manera que, a priori, cabe esperar en la llamada isla del amor. Fue intensa
en dolor como consecuencia de lo que considero uno de los más graves ejemplos
de la indolencia humana que es la relativa a los progenitores. Puedo entender
la indolencia en el trabajo, si no te gusta tu trabajo, ni sientes que haces
algo creativo que no aporta nada. Hay gente que está a pasar el rato, lo más
rápido posible, cobrar el sueldo y a la primera oportunidad, pillar la baja de
turno, aunque no haya suficiente motivo para ello. No es ético ser irrespetuoso
con tu trabajo y no ayuda a hacer grande un país, pero es comprensible a nivel
humano, si no te gusta lo que haces. Puedo entender la indolencia en el vestir.
¡Para qué preocuparse de la ropa si solo es algo que nos cubre y quita el frío!
Puedo entender la indolencia en el aseo, para quien no le gusta lavarse. No
sólo algunos niños sino muchos adultos son dejados en ese aspecto, que
socialmente puede resultar incómodo, pero lo puedo entender. Ahora bien, en
todo hay líneas rojas y la indolencia de los progenitores es algo que no me
entra en la cabeza, me parece inhumano, contra natura y hasta aberrante. Algo
que me produce un gran rechazo por la persona que lo practica. Sencillamente,
no puedo con ello.
Preciosa ilustración de Gaspar Meana.
Salimos del crucero y en la lancha que
rodeaba la isla nos acompañaban dos matrimonios catalanes: uno más entrado en
años y otro con tres niñas. Comprobé que el acento de la madre de las niñas
delataba que no era catalán nativo, por decirlo así. Luego me fijé en su piel
oscura y en un señor muy mayor que los acompañaba, de piel aún más oscura, con
gorra del FC Barcelona, al que su yerno se dirigía atentamente de vez en
cuando: un catalán poco agraciado, no gordo pero sí fondón y adinerado, a tenor
de su ropa, la de su esposa y su prole femenina. Me fijé en que la madre comenzó
a hacerse selfies nada más sentarse, sin duda aprovechando el maravilloso color
turquesa de esas aguas y pensé que luego ya se dedicaría a hacer fotos a las
niñas, muy alegres ellas, que vivían aquel viaje como una aventura. No sabía yo
en ese momento hasta qué punto me equivocaba. Solemos pensar que otras madres
son como nosotras, que hacemos fotos a los niños, al paisaje pero no a una
misma no, porque para qué, si lo retratado ya no es lo que era. Mejor retratar
la alegría, la belleza y la intensidad de la vida de los infantes. Creo que del
recorrido en torno a aquella isla de nombre muy acertado, Capri, porque es tan
escarpada que parece más para cabras que para personas, me enteré de donde
estaba la casa de Curzio Malaparte, de la que tuvo alquilada Pablo Neruda y
alguna cosa más. El resto del tiempo de lo que yo creía que iba a ser un
recorrido de placer se convirtió para mí en una experiencia increíble e
intensamente dolorosa. La niña más pequeña comenzó a sacar su cuerpo de la
barquita, a querer tocar el agua. La primera vez me asusté, la segunda se me
puso una piedra en el estómago. Era muy pequeña. No estoy segura de que pudiera
nadar con soltura. Traté de autoconvencerme y me dije: “Tranquila, su madre
está ahí”. Lo segundo era verdad. Lo de que había motivos para estar tranquila,
comencé a dudarlo. La señora que estaba a mi lado, del otro matrimonio catalán
más mayor dijo en voz muy baja: “Es increíble”. Y supongo que me lo dijo a mí,
porque lo dijo en castellano, así que le contesté en el mismo tono mínimo de
voz: “Sí señora. Es increíble”. Supongo que ella era abuela y, claro, madre y
también comprendió la situación y mi intranquilidad no verbalizada. Pensé en el
patrón de la embarcación. Me preguntaba por qué no decía nada. Si se cayese la
niña al agua, también era problema suyo, de alguna manera. Nadie, aparte de las
madres que se situaban una al lado de la otra, o sea, la madre catalana y
servidora parecíamos darnos cuenta del peligro. Cabe pensar que el padre podía
haberse hecho cargo de la situación pero si es un padre español normal, pensaría
que si está la madre, hay asuntos de los que se puede despreocupar. De hecho,
fue el que en un momento dado dijo algo a la pequeña, que se retiró por unos
segundos, pero luego volvió a su aventura. Vista la situación, me desaté las
zapatillas de deporte, me quité el reloj y me puse a mirar fijamente a la niña.
Por supuesto que si caía al agua, sus padres reaccionarían, pero yo lo haría
más rápido, porque estaba pendiente de la niña y no de las fotos al paisaje y, mucho
menos, a mí misma. Parapetada tras las gafas de sol, angustiada por la
situación que por decoro me impedía decir nada, comencé a dejar caer alguna
lágrima, porque ya no podía más. Sin dejar de mirar a la chiquilla. Había
momentos que la niña tenía más de medio cuerpo fuera de la barca y realmente me
angustié. Finalizado el trayecto, las niñas terminaron sanas y salvas sin caer
al agua. Eso sí. Sin una sola fotografía de recuerdo de esa aventura en aguas
turquesas. El padre, tranquilo, sí logró tener una foto: la que él mismo le
pidió en un momento dado a su esposa. Y la madre, la brasileña enamorada de sí
misma, terminó con una colección ingente de fotos: todos los selfies que se
hizo más todas las que su marido le tomó, voluntariamente y que recogían la
belleza que seguramente lo enamoró. La cabeza, lo dudo mucho. Más bien la falta
de cabeza. Era alta, de piel oscura, largas piernas, con un michelín-flotador
fruto de tres embarazos, que cubría estratégicamente con una camiseta holgada
de Versace y sin culo brasileño, que no recuerdo donde leí que se lograba
bailando encima de troncos. ¡Qué cosas! Con todo lo que hay que leer, como para
perder el tiempo bailando encima de un tronco. Terminada la travesía, me dirigí
rápidamente a un baño donde poder desahogarme de la rabia contenida contra esa
mujer, que era el más perfecto exponente de fealdad materna, a pesar de que su
belleza femenina le había llevado a la compañía del proveedor de fondos catalán
para el que, dicho sea de paso, no miraba mucho. Casi tanto como para las
niñas. Quería vomitar de rabia pero no lo logré. Solo conseguí llorar. De
rabia, de dolor. Supongo que terminar vomitando lágrimas en Capri no es la
experiencia intensa que se puede esperar en la llamada isla del amor, pero fue lo
que viví ante una actitud de dejadez y egoísmo maternal llevado a la enésima
potencia. No lo entiendo; es algo animal. Han salido de su vientre. ¿Cómo es
posible que no se preocupe por ellas? El amor de una madre es una ley
ineluctable. Para la mayoría, claro está. Para esta brasileña está claro que
no.
Creo recordar ahora que el guía también dijo
que un ritual de los enamorados en la isla de Capri es besarse al pasar bajo el
arco que dejan los Farallones. Si vuelvo algún día a esa isla sin playas y con
funicular, espero que sea para vivir la intensidad de un beso de amor bajo esas
famosas rocas. Y luego morir. No conozco otra cosa más importante por la que, en
verdad, valga la pena vivir y, por supuesto, morir.