Pues efectivamente, así es. Por una mera cuestión de dignidad del oficio. De ese como de cualquier otro.
Martín
Kohan se detiene en la extendida premisa, devenida ya en lugar común, de que el
trabajo del escritor debe estar disponible para su distribución gratuita,
especialmente bajo la modalidad digital. A partir de allí, Kohan reflexiona
sobre qué concepción de trabajo supone esa idea. En efecto, el autor se
pregunta qué tipo de valor se le otorga a aquello que los escritores y
escritoras producen (extensible, también, al trabajo de músicos, fotógrafos y
artistas) si se espera, sin más, que se socialice su labor sin una retribución
económica a cambio. Ante la cuestión de cómo se concibe la labor del escritor,
Kohan percibe, lúcidamente, que su trabajo suele imaginarse por fuera de las
condiciones materiales de producción que lo vuelven posible.
Admito que me entusiasmo, y a veces hasta me emociono, cuando me encuentro
con propuestas de esa índole: las de ceder, las de donar, de compartir y
socializar el trabajo que uno hace. Aprecio esas iniciativas que promueven un
ideal de generoso desprendimiento, en un mundo en el que prevalecen, por el
contrario, la especulación y la mezquindad. Me sumo por lo tanto de inmediato,
diré que aun con alegría, a esas invitaciones para intercambiar lo que hace uno
con lo que hace el otro, una utopía realizable de cooperativismo
autoorganizado. Pero una y otra vez me decepciono, una y otra vez me frustro,
pues no tardo en comprender (una y otra vez, y sin embargo, ¡no escarmiento!)
que no habrá ningún intercambio, que nadie va a ofrecer su trabajo por nada,
que nadie va a cederlo sin cobrar. ¿Y entonces, de qué hablan? ¿Entonces a qué
se refieren? Hablan de una sola cosa, a una sola cosa se refieren: al trabajo
de los escritores (cabría agregar, en todo caso, a los músicos, a los fotógrafos).
Es de los únicos de los que se espera que aporten lo suyo así sin más. Extraña
socialización, que se aplica a un solo rubro. Raro reclamo de libertad de uso,
para un solo destinatario. Porque me ha tocado discutir el asunto en reuniones
en las que había, por ejemplo, radiólogos, odontólogos, arquitectos,
psicoanalistas, abogados, contadores, escribanos, o muchachos y muchachas cuyos
padres trabajaban de algunas de esas cosas, y nunca nadie en absoluto ofreció
por caso una radiografía de tórax, un tratamiento de conducto, propuestas
calificadas para una reforma hogareña, sesiones de psicoanálisis, asesoramiento
para un entuerto legal, liquidaciones impositivas, certificaciones fehacientes,
sin recibir a cambio su correspondiente remuneración. El áspero capitalismo se
sostiene a rajatabla en todos esos casos. Y las bondades de un mundo bello de
gratuidad antimercantil se encomienda exclusivamente, y por eso de manera
sospechosa, a los escritores. Son sus novelas, sus cuentos, sus poesías, sus
ensayos (o son las canciones y las fotografías) lo que se espera que circule en
la más plena accesibilidad.
No me refiero, claro está, a la amable disposición que cada cual pueda
tener para obsequiar, porque así lo quiere, directamente sus libros o bien el
acceso virtual a los mismos, o para escribir un determinado texto sin que le
paguen por ello (tengo un ejemplo muy a la mano: es lo que yo mismo estoy
haciendo ahora). Me refiero a la premisa estable, devenida en lugar común, de
que ese trabajo ha de estar por definición disponible para tomarlo bajo la
modalidad de la distribución gratuita, o que no existe en esa instancia un
trabajo y no hay en consecuencia cosa alguna que remunerar. Es decir, con otras
palabras, que no hay en la literatura nada a así como un valor. O que lo hay,
dado que se le suelen destinar vastos encomios suponiéndola valiosa, pero se
trata de un valor de tipo espiritual, metafísico o simbólico, nada que, desde
esa concepción, merezca verse mancillado por la mugre profana del dinero como
tal. Ya es largamente sabido que con una espiritualización de esa índole no se
hace sino encubrir la realidad de base de una explotación material, ya es
sabido cómo funciona esa ideología y cuál es su inspiración de clase. Pero
persiste notoriamente, tanta es su fortaleza.
Que escribir no es un trabajo como cargar bolsas en el puerto es un hecho
por demás evidente, pero un argumento por demás dudoso (lo esgrimió Guillermo
Piro en Twitter, no sé si con ironía). ¿Por qué habría de ser el cargado de
bolsas en el puerto la vara con que medir la condición laboral en cada caso?
Casi ningún trabajo es un trabajo tan pesado, entonces no quedaría casi ninguno
(ninguno de los que antes enumeré, por lo pronto) que no debiese, bajo
semejante parámetro, ofrecerse sin pago alguno. Y no se pretende tal cosa jamás con ninguno de esos
otros trabajos, sino tan solo con la literatura.
Es cierto que los escritores reciben, por
cada libro vendido, apenas entre el 8% y el 10% del precio de tapa, porcentaje
miserable que se rinde, para peor, en liquidaciones tan demoradas como
inciertas.
Pero, ¿qué es lo que se pretende descubrir con eso, que existe la
explotación? ¿Que las empresas por lo general se aprovechan hasta el abuso en
su afán de rendimiento? No queda claro, por otra parte, qué clase de protesta o
de reparación en contra de esa expoliación se lograría hurtando a los
escritores incluso ese porcentaje menor que les está destinado. No comparto, en
este sentido, el enfoque propuesto en el Diario Perfil del sábado 2 de mayo por
un escritor tan valioso como Pablo Farrés (estafado por la editorial Letra
Viva, que no le pagó sus derechos), en el sentido de que no puede imaginar “que
el tipo que trabaja en una fábrica de chizitos defienda al patrón que lo somete
atrapando ladrones de chizitos en el supermercado del barrio”. Porque incluso
en el caso de aprobar la efectividad del robo de mercadería como acción de
lucha contra el poder empresarial, lo cual no deja de ser discutible, se
plantearía empero un verdadero dilema para las acciones de esa índole si, por
cada chizito robado, el sueldo del trabajador que los produce se viera a su vez
reducido. Al menos en este aspecto, la producción y la comercialización de
libros no funciona como la de chizitos. Y los escritores pueden estar
perfectamente al tanto de lo mucho que los perjudican las firmas que los
contratan (como de hecho mayormente lo están), y perfectamente dispuestos a
luchar para cambiar esas condiciones (como de hecho lo están muchos de ellos);
pero no por eso han de admitir que, entretanto, encima les birlen esa parte tan
miserable que les toca. No se solidarizan pues con sus empleadores, solo
protegen sus magros derechos.
Y es que habría que definir con mayor precisión qué es lo que están
defendiendo aquellos escritores que resguardan por convicción su percepción de
derechos autorales. ¿Defienden acaso una propiedad privada, la propiedad
privada de sus libros? No parece tratarse de eso. Porque un libro no es, en
ningún sentido, propiedad del escritor; sino otra cosa muy distinta, y acaso
opuesta: es el producto de su trabajo. El robo es robo de eso: se le roba al
productor el producto de su trabajo. No le veo a ese proceder el carácter
emancipatorio que se le quiere asignar. Me remite, por el contrario, y diré que
con nitidez, a la fórmula de la explotación. Apropiarse del trabajo ajeno es
incluso lo que la define.
Qué placer se siente al entregar libremente textos a escuelas públicas,
bibliotecas populares, lectores comunes que simplemente se interesan, espacios
donde compartir por compartir. Y
qué distinto resulta del temple singular de aquellos que gustan meramente de
esquilmar. La de chorearse el trabajo de otro, aunque se invoquen motivos libertarios, es
una pasión típicamente
burguesa.