Claro que sí. Después de cuarenta años, y de
cuatrocientos más, repitiendo que no éramos nadie, no teníamos futuro y
estábamos muertos, aquí seguimos: juntos, vivos, esperanzados y orgullosos de
ser lo que somos, vivir como vivimos y hablar lo que hablamos. Al asturiano, me
refiero.
Por supuesto
que nos equivocamos. Demasiadas veces confundimos el camino, no estuvimos a la
altura y no leímos bien la situación. Y así perdimos muchas oportunidades y
posiciones: de creernos la vanguardia de la industrialización, pasamos a estar
a la cola del desarrollo, con una población envejecida, una juventud forzada a
emigrar y un complejo de inferioridad patológico. Y eso lo tenemos que cambiar
y reclamar nuestro sitio en la mesa de los mayores: allí donde se toman los
acuerdos, donde se asumen las responsabilidades y no en la cola de peticiones
ni en la ventanilla de reclamaciones. Fuera ventanillas.
Podemos
hacerlo: podemos gobernarnos mejor y gestionarnos mejor. Pero para eso tenemos
que querernos mejor. Por varias razones. La primera, porque el seguidismo no
funciona: esperar a que otros nos digan lo que tenemos que hacer es una mala
idea. La segunda, porque tenemos una tradición -de autogobierno- que no podemos
despreciar. Y la tercera, porque esto no es cuestión de egoísmo, no se trata de
tirar más de la manta ni de protestar porque otros están tirando demasiado.
Basta ya de inventarse y crearse enemigos infantiles. No vamos contra nada ni
contra nadie.
Más
Asturies, mejor España. Siempre me gustó ese lemaDebemos dejar de pelear entre
nosotros como malos provincianos
Más
Asturies, mejor España. Siempre me gustó ese lema. Una comunidad histórica,
como la nuestra, que reforme su Estatuto, aumente sus competencias, supere sus
complejos lingüísticos, asuma sus responsabilidades económicas, y se incorpore
entonces a la mesa de los mayores va a contribuir -definitivamente- a
fortalecer al común. Va a sumar un adulto a la sala, restar un adolescente y
favorecer la convivencia. Y ese es un papel que podemos y debemos representar.
Sin miedos.
Sin engaños. Hasta ahora, en once legislaturas, nuestros distintos gobiernos y,
sobre todo, la sociedad asturiana en su conjunto, demostramos un grado de
lealtad a la Constitución, al orden y a la unidad de España que solo puede
calificarse de ejemplar. Y eso merece más reconocimiento. No que nos traten
como a tontos.
Por supuesto
no sabemos cuál va a ser nuestro futuro concreto. Nadie lo sabe. Pero hay tres
cosas que podemos dar por seguras. Una, que o lo encaramos juntos o no
tendremos nada que hacer. Dos, que o confiamos en nosotros mismos o nadie más
lo hará. Y tres, que o respetamos nuestro propio pasado o no tendremos ningún
porvenir. Democracia, libertad, compañerismo; esa es nuestra sencilla hoja de
ruta: ayudarnos unos a otros, asumir nuestras propias responsabilidades y
gastar mejor nuestros dineros. Siempre buscando el equilibrio entre las
urgencias del momento y las inversiones del mañana y aprendiendo a discutir
sobre si es más importante inaugurar, por ejemplo, una maternidad o abrir una
residencia de mayores; financiar una escuela rural o ampliar un astillero;
programar unos encuentros culturales o dotar de más medios a unos servicios de
emergencia.
Porque no
hay una respuesta correcta, todo suma y todo aporta; y lo único que resta es la
corrupción, la mentira y la trampa. Porque nuestro enemigo no es el
contrincante político, ni el representante de otra clase social. Y porque
debemos dejar de pelear entre nosotros como malos provincianos para empezar a
ser buenos patriotas. Nos toca recuperar nuestra autoestima y gestionar mejor
lo nuestro. Y para eso disponemos de una fuerza imparable: somos lo que somos y
sabemos -desde siempre- que lo vivo quiere vivir. Atrevámonos.