sábado, 22 de mayo de 2021

Aventuras de señoras de provincias

Me pasó lo mismo que a ella, porque también soy provinciana, como la encantadora Rosa Palo. No sé si tan encantadora, ojalá, pero igual de provinciana. 

Fui a reunión de trabajo bancario a Madrid. Tras la salida del Consejo, le pedí al coche que me asignaron que me dejara en una zona céntrica, pero yo no creía que era tan cercana a donde yo quería ir. 

Salí del Mercedes. Taconazos, ese día. No tengo ganas de caminar, no me da por mirar el i-phone para saber cuán lejos está. Voy de señorita por Madrid, o de señora, que es lo que soy. Le hago tímida seña un taxi, para en el acto, me subo, le digo la librería y la zona donde quiero ir, da un par de volantazos, no llegó ni a medio minuto...y me dijo: "aquí es". Fue un momento vergonzoso de "tierra trágame". 

Tuvo la gran discreción de no reírse de esta provinciana señora que suscribe. Las cosas son así. 

Que viva Madrid. Sus museos, el Madrid de los Austrias, el barrio de las letras... 

Y que viva Barcelona, más bella que Madrid para mi gusto, quizás menos monumental pero más educada. Me llamó muchísimo la atención la forma de conducir de la gente en Barcelona. Civilizada. Las entradas que te pueden hacer en la M-30 y M-40  a las 8 de la mañana son salvajes. La selva matutina. 


https://www.elcomercio.es/opinion/madrid-20210519131101-ntrc.html

Madrid


Rosa Palo
ROSA PALO
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Estoy aquí. En Madrid, perdón, que es poner un pie en la capital y ser abducida por el chovinismo centralista. En Madrid, repito, el lugar que tiene «las mayores cotas de libertad del mundo occidental» según su alcalde, ese señor tan pichi que no sé si es el chulo que castiga, pero sí el que se viene arriba en cuanto tiene oportunidad. Será por eso por lo que, entre la plancha del pelo y la cazadora vaquera, se me ha colado la ansiedad en la maleta: a los que venimos de cualquier ciudad española, tanta libertad desparramada por los rincones nos asusta. Miedo me da confundirla con el libertinaje y acabar armando la tremolina.

Esa es una de mis preocupaciones cada vez que vengo a Madrid últimamente. La otra, más antigua, es coger un taxi para ir a la calle de al lado: «Señora, bájese que hemos llegado», me dijo un taxista, choteo mediante, tras cincuenta segundos de recorrido. Pero, dispuesta como soy, me quito el uniforme de provinciana, me disfrazo de señora cosmopolita y bajo por la calle de Alcalá con la falda almidoná, el bolso apoyao en la cadera, el paso firme y los ojos y las orejas bien abiertos, y me intento diluir entre los madrileños de Huelva, de Zaragoza, de Bilbao y del mismísimo Madrid, y sueño con que me hacen emperatriz de Lavapiés y me alfombran de claveles la Gran Vía y me bañan con vinillo de Jerez. Porque si algo tiene Madrid, y tiene mucho y muy bueno, es que cualquier cosa es posible. O casi. Hasta comprar cuarto y mitad de libertad: he parado en Mantequería Andrés y he pedido que me la cortaran en lonchas finitas y me la envasaran al vacío. «Para llevar, que no soy de aquí». También he comprado rosquillas de San Isidro. Y de las listas, claro. A ver si se me pega algo.