martes, 10 de diciembre de 2019

Una diosa al piano

Este artículo fue publicado en TRIBUNA DOMINICAL 
el 08/12/2019 en el diario EL COMERCIO 


Asistí el domingo 24 de noviembre, como tantos otros privilegiados asturianos, al concierto de Marta Argerich en el Auditorio Príncipe Felipe de Oviedo. La verdad es que debería estar enfadada con ella, porque una vez concluida mi carrera de piano y, a pesar de las recomendaciones de mis profesores de continuar, la escuché con calma un día y pensé: “Estando Marta Argerich en el mundo, ¿quién va a querer escucharme a mí?”. Ni yo misma. Un nivel de auto-exigencia que no creo que practique mucha gente que actualmente quiere dedicarse al arte: parece ser que todo el mundo puede ser músico, o escritor, o pintor, y la rebaja en la calidad de lo aportado lo único que hace es empobrecer el arte y perjudicar a los que verdaderamente tienen talento, puesto que si el público no tiene formación, no sabe distinguir el grano de la paja.

Preciosa ilustración de Gaspar Meana. 
A mi hijita le encantó.

Con Argerich es fácil distinguirlo. Me llevé a mi niña que fue al principio a regañadientes. Allí nos reunimos con mi madre, la “culpable” de que yo sea pianista y de que haya tratado de inculcar a mis hijos el amor por la buena música. Tres mujeres de tres generaciones diferentes escuchando a otra mujer que, para mí, es la mejor pianista del siglo XX; una auténtica leyenda viva de la interpretación pianística que en el siglo XXI y, a sus 78 años de edad, sigue tocando como los ángeles. Diabólica precisión la suya al instrumento. Es magia lo que hace con sus manos y es increíble todos los colores que le puede sacar al instrumento. Mi niña pareció tranquila y distante durante la interpretación de la Kremerata Baltica, en la primera parte del concierto, y luego, cuando escuchó a Marta interpretar a Bach, empezó a agudizar el oído. “Este Bach…este Bach que nos obliga a escuchar mamá en el coche con el pack de 8 CDs”. Mi hija escucha a Bach y sí, dice que le gusta; tal vez porque yo les digo que a quien no le gusta Bach es porque no tiene buen gusto. Me emocionó la limpieza expositiva y la profunda hondura de sus seis movimientos que casi sirvieron de medicina para la propia Argerich, que tosió entre movimiento y movimiento, aquejada de un constipado. Y con todo y con eso, estuvo brillante. Posteriormente Marta empezó a interpretar a Liszt, en su concierto para piano número 1 y mi niña se quedó grapada a la silla. Comenzó Argerich a interpretar este bellísimo concierto y mi hija abrió los ojos; estaba pegada a la silla, como queriendo abrir las orejas para poder oír todo, captar todo sin que nada se le escapara…Rompió a aplaudir al final y no quería irse, quería seguir escuchando y Marta volvió a salir, y nos regaló una propina maravillosa. Creo que hizo una interpretación impetuosa y vibrante de este maravilloso concierto. Con la fuerza de la juventud. Aunque ella, en apariencia, ya no sea joven, en el teclado, en su arte, aún lo es. Sentí envidia de mi hija. Se quedó surta en la butaca. Me costó despegarla de allí. Sentí envidia de quien vive eso por primera vez, dado que a mí me sucedió hace muchos años. Esa admiración hacia alguien que hace magia con un instrumento y a la que yo he escuchado en tantas grabaciones que tengo y que, por eso, tal vez no es tan intenso como la primera vez. Pero verla ahí, a su edad, con su melena canosa y con los mismos dedos vigorosos y prodigiosos, tenerla tan cerca como en Fila 2, escucharla así es un privilegio que tenemos los asturianos, gracias a Luis Gracia Iberni que se inventó que la ciudad de Oviedo merecía recibir a lo mejor de lo mejor en materia pianística. Se lo creyó y lo logró. Esta  mujer que es la antítesis de una diva, que es humilde a más no poder, ha estado aquí, en Oviedo, desplegando su arte. Hay otra oportunidad para escucharla en 2020 en la vetusta ciudad ovetense, así que, ya está usted comprando la entrada. Si no la ha escuchado nunca, le envidio por lo que va a sentir. En el viaje de regreso a Gijón, mi hija ya no estaba enojada y me dijo: “Mamá, tengo que confesarte una cosa: me gusta Liszt y me gusta mucho como toca Marta. Tienes razón, mamá. Ahora ya sé por qué la llamas la diosa del piano”. Y se pasó el viaje de vuelta detallando cosas del concierto, como cuando ella estaba mirando al público, hacia la derecha, y seguía tocando y tocando a ritmo vertiginoso sin mirar al teclado, y me recordaba los gestos que hacía, y la forma de atacar el instrumento.  Y yo, haciéndome la sueca, como si no le diera importancia, y sonriéndome maléfica para mis adentros pensaba: “Ya está. La mordedura del vampiro está lograda. Otra víctima para la noble causa del amor a la buena música”.