jueves, 27 de junio de 2019

Aristocracia

Este artículo fue publicado en TRIBUNA 
del diario EL COMERCIO el 25.06.2019


La autora de “Susana y los viejos” se queja. Se queja mucho, pero no por no haber ganado el Premio Nadal con esa novela – yo eso no se lo he oído – sino que se queja porque está quemada que, al parecer, es más importante que estar quemado. Se queja, en un periódico de tirada nacional, de tener que trabajar, de ser una trabajadora autónoma auto-explotada y comenta en el artículo la consideración de “burnout” como enfermedad laboral, titulándolo precisamente así: “Quemada”. ¿Solo las mujeres se queman? Le informo, amable lectora, amable lector, de que los hombres también son personas. Algunos, los menos, son capaces de llevar a la tumba a una mujer, pero la mayoría son buenos. Y quejarse no es bueno, no sirve para nada, es profundamente aburrido y además es muy poco aristocrático. No recuerdo donde leí que alguien decía que la aristocracia tenía que ver con “una actitud en la vida, con elegir un nombre y una apariencia detrás de la que sentirte mejor, que se adecúe más a cómo crees que eres, a cómo quieres que lo demás te vean y juzguen. Una marca que te diferencie del resto. Que te haga pertenecer a esa aristocracia que nada tiene que ver con el dinero y sí con la sensibilidad, la voluntad de transgredir el entorno y vivir enrocado en tu particular trozo de fantasía”. Y estoy totalmente de acuerdo. No podría estar más de acuerdo, como dicen los ingleses y, por supuesto, no podría escribirlo mejor.


La aristocracia es una actitud y una forma de estar en el mundo. Una forma correcta de estar en el mundo. Nada que ver con las peleas históricas de Liz Taylor y Burton cuando llenaban sus noches de amor de broncas y de alcohol. No es necesario hacer tanto ruido para quererse. De hecho, hay personas que se aman profundamente y su amor no se oye, no hay ni rastro de ese querer salvo en ellos mismos y nadie más lo sabe. Liz y Richard podrían ser grandes actores pero se comportaban como auténticos barriobajeros de la peor especie. La aristocracia no tiene que ver con un título nobiliario. La aristocracia de títulos puede que sí, pero no la verdadera. Si nos acordamos del duque de Feria, que sí tenía título nobiliario, todos llegamos a la conclusión de que su conducta era muy poco aristocrática ¿verdad? Vivimos instalados en el país de la queja, de los lloros, a veces somos muy poco proactivos y estamos continuamente esperando qué pueden hacer por nosotros los demás, mirando el orbe cerúleo, en lugar de pensar qué podemos hacer nosotros para mejorar las cosas. Y puede que el amable lector se pregunte ¿qué hace esta señora hablando de aristocracia? Pues efectivamente, carezco de título nobiliario. Mi padre es un hombre de pueblo que iba a heredar una gran ganadería pero escapó para estudiar la carrera universitaria en Madrid, y quiso que su familia naciera y viviera en Oviedo, en la capital. Así que la ganadería se la quedó inesperadamente su hermana menor, Leocadia, que se casó con un buen hombre que siempre estuvo muy agradecido a su cuñado por solucionarle la vida. La vida que le duró mucho menos de lo debido. Un cáncer de intestino que disparó metástasis como misiles a su cerebro acabó con su vida en pocos meses, con apenas 40 años. Era una de las personas más buenas que he conocido en toda mi vida. Y cuando en su funeral, siendo yo niña, yo metía la cabeza en el regazo de mi madre para ahogar las lágrimas solo preguntaba: “¿por qué tía no llora, mamá? ¿es que no siente pena?”. Mi madre me contestó: “Pues claro que sí, hija mía. Llora a solas”. Y esa mujer, de nombre singular y un tanto aristocrático, con menos de 40 años se vistió de luto que no quitó jamás, se puso las dos alianzas en su mano derecha y se dedicó a intentar sacar adelante a sus hijos y a su ganadería, sin quejarse jamás de las bajadas del precio de la leche para los productores que hacían cada día más difícil la vida en el campo. Recibía a sus sobrinos siempre con una sonrisa y preparando el mejor arroz con leche requemado del mundo. Y nunca se volvió a casar porque, ¿cómo se puede enamorar una mujer que ya está enamorada, aunque sea de un hombre que estaba lejos, pero que ella sentía muy cerca? Es totalmente imposible. Y seguramente que en muchas ocasiones se sintió quemada, aunque no supiera lo que es el “burnout”, y siguió adelante en la vida sin quejarse jamás. Mi tía, con esa actitud me dio la mejor lección de aristocracia que he recibido en toda mi vida. Sin quejas, sin lamentos al mundo, solo ofreciendo sonrisas aunque se estuviese muriendo de dolor por dentro. Al modo que señala Oscar Wilde, una mujer hermosa puede sufrir horriblemente, pero no puede llorar públicamente, porque eso arruinaría su belleza y su condición de aristócrata.
Leeré “Susana y los viejos”, por supuesto, a pesar de que este artículo de mujer quemada no tuviera gran sentido. De hecho, la considero una buena escritora. Acabo de terminar en un viaje reciente su obra “Daniela Astor y la caja negra”, una peculiar y recomendable novela sobre la transición española. Por otro lado, cada uno elige su oficio y todos los trabajos tienen sus grandezas y sus miserias, como las propias personas. No sé si la autora habrá leído el ensayo titulado “Todo lo que era sólido”. Yo sí lo leí hace años, con sumo interés, y dice mucho del planteamiento inicial de su vida laboral, del que puede ser considerado uno de los escritores españoles del panorama actual de mayor éxito y proyección internacional. Todos cometemos errores porque somos humanos y, en el caso de la autora de ese artículo, no por eso peor escritora. Simplemente considero que tiene una muy sesgada y miope – de hecho, lleva gafas –visión del mundo.