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Venecia, tratado de ciencia política
(tintablanca.com)
Venecia, tratado de ciencia política
Venecia no ha hecho grandes
aportaciones a la literatura universal, con excepción —algo precaria— de Giacomo Casanova,
cuyas memorias, como se sabe, están salpicadas de mentiras y exageraciones. En
cambio, no hay en el mundo una ciudad que arrastre más literatura escrita por
gentes de fuera, por viajeros, por embelesados cronistas, por errabundos
atrapados en el hechizo que a lo largo de los siglos ha ejercido la Serenísima.
Acaba de aparecer un libro titulado Del amanecer a la decadencia, firmado
por Jacques Barzun, que ejerció de decano en la facultad de Historia de la
Universidad de Columbia, en Nueva York. El libro, reeditado ahora por Taurus,
pero escrito a principios de siglo, luce el subtítulo Quinientos años
de vida cultural en Occidente. A lo largo de estos cinco últimos
siglos Venecia ha tenido una acusada presencia en la construcción de la
realidad cultural y social de la que formamos parte. Pero Barzun se
pregunta quién piensa hoy en esta ciudad como suprema creadora de
ciencia política. Para el historiador de origen francés su nombre solo
sugiere ideas estéticas “y aún éstas son incompletas: pintura y arquitectura
venecianas; y hasta ahí llega la memoria colectiva”. En el capítulo que dedica
a la ciudad italiana el historiador detalla los motivos por los cuales Venecia
fue la capital comercial del mundo durante un largo periodo de la historia. A
su selecto cuerpo de embajadores, más preparados que la media de la Europa de
los siglos XV y XVI, se une la redacción de un voluminoso corpus legislativo y
de las primeras doctrinas del derecho internacional del mar, algunos de cuyos
preceptos legales aún perviven en la actualidad. Ensanchar las miras
del comercio mediterráneo tiene que ver con la tolerancia y la multiplicidad de
acentos. En Venecia, mediado el siglo XVII —periodo en el que se advierte
el principio de la crisis que acabará dinamitando para siempre el mito de la
ciudad construida sobre el agua— practicaban con libertad su religión ortodoxos
griegos, protestantes, armenios, eslavos, albaneses y judíos, además, claro
está, de católicos. Barzun lo explica así: “En Venecia se dio la máxima
aproximación al sistema platónico en el sentido del deber y la dedicación que
mueve a los gobernantes, que gobiernan con sobriedad”. Dicho con otras
palabras: el alambicado sistema político veneciano dejaba pocos
resquicios para la corrupción y el beneficio personal. En aquella ciudad el
comerciante ejercía de político y, por tanto, era consciente de que era su
dinero el que estaba en juego a la hora de dirigir los destinos de su casa y la
ciudad que lo acogía. Antes que el derecho inglés aceptara la presencia del
abogado defensor, en Venecia los juicios contaban con letrados que protegían al
encausado. La justicia era rápida, el pueblo elevaba quejas que eran escuchadas
y hasta el dogo, más allá de la rutilante ceremonia de su desposorio con el
mar, estaba sujeto a tribunales, comisiones y chambelanes vigilantes de su
intachable catadura política. Venecia habría de padecer desmanes públicos, cómo
no, pero no subieron jamás del talón frente a cualquier otro gobierno
continental europeo.
El texto que Jacques Barzun dedica a la Serenísima
está trufado de admiraciones. En él hay una exégesis a Las piedras de
Venecia de John Ruskin, cita a Petrarca y a Byron, y se solaza con la
invención de la ópera y con nombres como Monteverdi. Ruskin, sin salirnos de
él, sostenía que las grandes naciones escriben sus autobiografías en tres
manuscritos: el libro de los hechos, el libro de las palabras y el libro del
arte. Venecia ha escrito su vida en los tres.