Estupendo análisis el de este profesor del IESE publicado ayer en LA VANGUARDIA. Ahora bien, si no tienes "Niños de juguete" sino de verdad, aceptas que tu vida es la suya y que vives, en primer lugar, para ellos. Y si además son estupendos, pues habrás acertado con tu decisión. ¿Qué otra cosa puedes hacer mientras son niños?
Niños de juguete
de Alfredo Pastor (profesor del IESE).
La Vanguardia 20.11.2018
Un nuevo muñeco se anuncia para la próxima campaña de Navidad. Uno puede
cambiarle el pañal, y al hacerlo encuentra un trocito de papel de color marrón,
que el lector identifica sin esfuerzo. ¿Quién podrá querer un muñeco así?
Contesta una madre: “Es para una niña que no ha tenido que cambiar los pañales
de un hermanito pequeño”. Seguramente tiene razón, y habremos de admirar la
perspicacia de quien tuvo la idea del muñeco: intuyó que la niña no satisfaría
el instinto de mantener limpios a nuestros bebés con uno de carne y hueso,
porque estos son hoy, entre nosotros, cada vez más escasos, y por eso hay que
recurrir a niños de juguete. Y, aunque pueda parecer mentira, el deseo de un
niño de juguete no se apaga con la infancia: el catálogo de otra marca ofrece
una línea completa de vestidos, utensilios y productos de perfumería para unos
encantadores bebés… de silicona. El catálogo va dirigido a mujeres adultas.
¿Por qué preferir un sucedáneo a una criatura de carne y hueso? El
economista Joseph Schumpeter, al tratar en 1942 del futuro de la familia
burguesa, ya parecía adivinar lo que nos está ocurriendo hoy: “En cuanto
hombres y mujeres adquieren el hábito de sopesar las ventajas y los
inconvenientes de cualquier acción futura –decía– no pueden dejar de darse
cuenta de los enormes sacrificios personales que la vida familiar, y en
especial la paternidad, conllevan en la vida moderna”. El razonamiento hará las
delicias de cualquier economista, porque la decisión es fruto de un cuidadoso
análisis coste-beneficio: un triunfo del homo economicus en un terreno en que
no se le esperaba. Sin embargo, como por encima del cálculo económico los
humanos seguimos anhelando algunas de las satisfacciones de la paternidad, y
como consideramos legítimo aspirar a tenerlo todo, buscamos sucedáneos de
aquello que no podemos disfrutar de verdad. De ahí nace la inspiración de los
niños de juguete, esa es su causa final.
Las consecuencias de ese cálculo coste-beneficio cuando va extendiéndose
por la sociedad son bien conocidas. El reciente ensayo del economista Manuel
Blanco Desar, Una sociedad sin niños, anuncia un envejecimiento que abarca
todas las facetas de nuestra vida social: alegría, dinamismo, curiosidad, ganas
de innovar, capacidad de adaptación… y cuyo aspecto más conocido, el problema
de las pensiones, es probablemente el menos importante. Blanco subraya también
nuestra enorme capacidad para ignorar o despreciar el problema. En mi opinión,
lo que explica nuestra indiferencia colectiva es la existencia de sucedáneos,
como ocurre, en el plano individual, con los niños de juguete.
El sucedáneo colectivo de moda parece ser la inmigración: lo políticamente
correcto es fiar a la inmigración la solución de los problemas derivados de
nuestra demografía. El inmigrante puede colmar la brecha de las pensiones con
sus cuotas; puede suplir la falta de mano de obra poco cualificada autóctona;
puede rellenar los peldaños que faltan en nuestra pirámide de edades. Es cierto
que la integración en nuestras comunidades de personas de procedencia,
religión, cultura y costumbres distintas de las nuestras puede ocasionar
ciertas fricciones y requerir cierta atención, pero no hay que temer, porque
cualquier problema lo resolveremos yendo hacia una sociedad multicultural.
Estas afirmaciones no son más que buenos deseos, sucedáneos de verdaderos
argumentos. Hay que admitir que la inmigración es inevitable, porque el número
de nuestros vecinos subsaharianos se va a doblar durante este siglo, mientras
que su renta per cápita es hoy el cuatro por ciento de la de la eurozona;
cierto que ayudar a los emisores a crear más oportunidades en su país sería un
medio eficaz de limitar la emigración, pero dejar atrás el subdesarrollo no es
un problema sencillo, en el mejor de los casos lleva tiempo y pide recursos, y
los habitantes no quieren esperar generaciones. Hay que tener presente, además,
que provienen de zonas con sistemas educativos deficientes, de modo que se
necesitarán medios materiales y humanos para su formación en los países de
destino. En resumen, afrontar la inevitable integración es adentrarse en territorio
desconocido, y las experiencias comparables, si las hay, no permiten ser muy
optimistas: se trata de procesos largos, llenos de dificultades y que no
siempre tienen un final feliz. Eso sí, el proceso será mucho más difícil si los
inmigrantes encuentran aquí poblaciones envejecidas, de costumbres rígidas,
poco amigas de las novedades y recelosas de lo extraño. En realidad, la
inmigración puede ser un complemento, no un sustitutivo, de una población
autóctona demográficamente sana.
Es posible acabar con los niños de juguete: el declive demográfico no es
aún irreversible. Hemos de proponérnoslo, porque una sociedad en que “las
alegrías de la paternidad se ven sometidas a un escrutinio cada vez más severo”
–otra vez Schumpeter– es una sociedad que ha perdido el norte.