martes, 20 de febrero de 2018

Intelectual de alta cultura, sin perdón

                                              Este artículo fue publicado como Tribuna 
                                          el sábado 17/02/2018  en el diario EL COMERCIO 

Érase una vez un chico que sacó a bailar a una chica en un pub Náutico de Gijón. Le dijo: “Siempre he salido con mujeres muy altas pero te prefiero así. Y me gustan pelirrojas. Ahora bien, eres la chica más guapa y más inteligente que he conocido, con diferencia”. La chica le contestó, mirando hacia arriba (metro noventa gastaba el muchacho): “Pues si te gustan pelirrojas, te sugiero que te vayas a Escocia. Esto es Asturias. Y no pienso teñirme el pelo ni de pelirrojo, ni de absurdo color violín. El violín es para acompañarme al piano como en la preciosa sonata nº 5 “Primavera” de Beethoven”. Fue la primera y última vez que esa pareja trató el tema del color del cabello. Se casaron y tuvieron hijos que hicieron verdad el rubio pajizo de su madre, algo oscurecido por el “castañooscurocasinegro” de su padre.
Esta historia, basada en hechos reales, no le sucedió al escritor al que me voy a referir porque tiene mujer e hijos pelirrojos. Este escritor catalán, no barcelonés sino de pueblo, es del 71, de la quinta de mi hermano Fernando, que nació 11 meses después que yo, cuando aún se pensaba que la lactancia era un método anticonceptivo: resulta que no y uno de mis hermanos es la prueba evidente de ello. Este escritor colabora con El País, La Vanguardia y tiene unos peculiares tatuajes en las falanges de los dedos de las manos, seguramente fruto también del que pregona como su c.v.: abandonó los estudios a los 17 años y se construyó un c.v. a base de anfetas y militancia en lo que denomina la subcultura. Nada que objetar a eso y espero que mi c.v. tampoco le suponga ningún problema. Ahora bien, sí que quisiera poner algún reparo al desdén manifestado por lo que él denomina el canon  clásico. Defensor de la ralea autodidacta - nada que objetar - considera que todo vale. En concreto afirma que “unos cuantos académicos de rancio abolengo y mentalidad dinástica decidieron hace tiempo que el canon de la alta cultura era intocable, y que los plebeyos no deberíamos ventosear en la galería de retratos familiares”. Pues en eso también estoy de acuerdo. Cada  uno acata lo que quiere, ahora bien, no hay razón para manifestar ningún desprecio por eso que él denomina alta cultura y por el hecho de que algunos respetemos los criterios autorizados a la hora de valorar y elegir el arte. Según él, nadie puede decir a nadie lo que es mejor o no. Yo discrepo y por ello escribo estas líneas. En primer lugar, quienes pensamos que merece la pena buscar la calidad en el arte y en todos los aspectos de la vida somos gente educada que nunca trataremos con desprecio a nadie, ni siquiera a lo que él define como ralea autodidacta. Lo de ralea lo dice él; yo los definiría simplemente como artistas autodidactas. Y por otro lado, no tengo nada en su contra; seguramente nunca hablaré con él y si lo hago hasta puede que me caiga bien. E incluso puede ser que yo le cayese bien, a pesar de que, a priori, yo le parezca una borde altanera por escribir con rotundidad lo siguiente: no todo vale. Ni todo el mundo tiene talento para dedicarse al arte, ni todo lo que se produce, porque lo diga el supuesto artista, es arte. El autor en cuestión pone en tela de juicio el criterio autorizado y decide que todas las opiniones son válidas. ¡Falso! Menciona que el Ulises de Joyce no tiene por qué ser mejor que Trainspotting de Irvine Welsh. Yo creo que no son comparables;  desafortunadamente para mí no disfruté en absoluto el Ulises de Joyce aunque lo leí (transcurre en un solo día, el de mi cumple), y no me atrevería a decir que no es buen libro si es una lectura básica para Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura. Aunque soy muy aficionada a la buena literatura, mi opinión no es igual de válida que la de Vargas Llosa: la de él es autorizada, la mía no. De la misma manera que tal vez yo tenga más criterio que él para definir lo que es un “hedge fund”. Así que me parece un error medir por el mismo rasero opiniones no igualmente autorizadas. Por cierto, el Ulises de Joyce no lo entendí pero Trainspotting me gustó mucho. Un día, hablando con mi esposo hace años, le pregunté: “¿Y por qué se droga la gente, cariño, si es tan malo?” Acto seguido me puso Trainspotting y luego un speech de Antonio Escohotado que hablaba de cómo conocía las drogas y cómo las usaba según lo que quisiera en cada momento y yo me dije: “Caramba, esto que hace Escohotado con las drogas, lo hago yo con la música que, por otro lado, es mi droga”. El autor del texto defensor del criterio de la ralea autodidacta no necesita ver Trainspotting para conocer la razón por la que se droga la gente: simplemente lo sabe. 


Anonadada con la ilustración de Gaspar Meana de mi Tribuna. 

Yo creo que hay que pelear y defender lo bueno; es preciso escoger buena literatura para formarnos como lectores y que no se vendan como churros bodrios literarios que son la enésima versión de las sombras de no sé qué, porque luego la buena literatura queda relegada al rincón negro de la novela negra, al lado de unos autores que los conoce su madre a la hora de comer. Una se enfada ante eso y le dan ganas de reñir al librero, pero ya sabe la respuesta: es la ley de la oferta y la demanda, señora. Ya me la sé; soy economista. Debemos seleccionar buena música, porque así será la buena música la que se cree y se escuche y además hay que pagar por ella. Y para hacer esa buena selección, la crítica autorizada tiene valor. Londres tiene el mejor teatro del mundo porque hay una excelente crítica y espectadores muy exigentes y formados. Si todo vale para este señor y es coherente consigo mismo, pues lo mismo que aplica al arte lo aplicará, por ejemplo, a la medicina. Así que lo mismo le dará un médico excelente que el Dr. Hibbert de los Simpsons. Pues vale: para él, Hibbert de los Simpsons y para mí, el manitas de plata que me abrió el cuerpo en canal con 20 años y me dejó una cicatriz de cincuenta centímetros. Yo no sé por qué escribe él; yo lo hago porque soy un animal herido: en el corazón, en el alma y en el cuerpo. Y a diferencia de él, no voy a escribir novelas, porque no me he formado para ello y porque respeto demasiado la literatura para que yo piense que de la noche a la mañana una persona pueda estar preparada para compartir el oficio con Dostoyevski. ¿El pertenece a la ralea autodidacta y yo defiendo la intelectualidad de alta cultura? Pues no le voy a pedir perdón por ello, amable lector. No sé si a la chica del cuento real inicial le gustaría este chico pero seguro que ella tiene tan claro como yo que la grandeza de un artista no se mide en centímetros de estatura. Ser alto es distinto de dar la talla. La Biblia, el best-seller de la historia, dice: “Por sus obras los conoceréis”. Las de algunos, cada vez peores; casi minúsculas. Y lo peor no es eso. ¡No, qué va! Lo peor es que cuando se dedican a abortar abruptamente los destellos de felicidad de los otros, se transforman en seres pequeños y ridículos que se acercan peligrosamente a los pigmeos.