domingo, 8 de abril de 2018

Efectivo y egoísmo

              Este artículo fue publicado el sábado 07/04/2018 en EL COMERCIO 

 “Susana: te corresponde encargarte de la parte monetaria e ir al banco”. De acuerdo. Nada nuevo bajo el sol para mí. Feliz de la vida lo hacía por colaborar con una buena causa: la lucha contra la leucemia infantil. Se celebró la carrera por dicho motivo para alumnos y profesores del Conservatorio Profesional de Música y Danza de Gijón y, tras la misma, en la que cada uno de los participantes aportaba un euro, correspondía hacer efectivo el ingreso. Entre las tres opciones bancarias que me daba la organización – ninguna de origen asturiano – descarté Triodos Bank que, si bien es una entidad que valoro en algunos aspectos, tiene la particularidad de que no acepta efectivo y eso es precisamente lo que yo llevaba: efectivo contante y sonante. Hice el recuento de la recaudación en mi casa, con nocturnidad y sin alevosía, lo ensobré y a la mañana siguiente, a primera hora, tras dejar a mis hijos en la parada del autobús del colegio, opté por el banco más grande e importante de los tres que me ofrecían. Al llegar a una de las oficinas más espaciosas que esta institución bancaria tiene en la villa gijonesa, recogí mi número, como si de la carnicería se tratase y esperé mi turno contemplando los mullidos sillones rojos de la entidad. Opté por quedar de pie hasta que la espera se alargó demasiado. No había tantos clientes en el lugar; otra señora provista de una bolsa, seguramente para ingresar la recaudación de la pescadería o del estanco. ¡Quién sabe! 


Fenomenal ilustración de Gaspar Meana, como siempre 

Seguían sin atendernos; eso sí, el ji, ji, ja, ja, entre los dos empleados hacía preguntarse: “¿Aquí hay tema?” Muchas horas juntos en el trabajo, pues podría ser. Les pasa a médicos de guardia y enfermeras, parejas de policía,…Imposible no es. Me sonreí, comprensiva, Oh! l´amour y opté por sentarme en uno de los sillones color rojo y leer la prensa color salmón, como corresponde a alguien como yo, que no quiere perder un minuto – la vida es corta aunque la mía espero que no baje de los 122 años – y que debe estar informada sobre el particular. La otra señora seguía de pie y comenzaba a resoplar y con razón. Seguí leyendo. Llegado mi turno, me acerco y el cajero me dice: “Así no aceptamos el efectivo. Tiene que estar encartuchado”. Contesto: “Pues no tengo cartuchos” Me los da, de diferentes tipos de monedas y me pongo, rabiada, a recontar y clasificar el dinero que yo ya llevaba contado. En unos bancos no aceptan efectivo y en otros, se lo tienes que dar, no sólo contado sino organizado, no vaya a ser que se les caigan los anillos. En ese momento, sonrojante para mí, me acordé de mi reunión bancaria en Madrid hacía unos días y las ínfulas me hicieron echar humo: “¿Qué hago yo, encartuchando monedas encima de un sofá rojo? ¿Qué hago yo aquí perdiendo mi valioso tiempo, con lo que tengo que hacer en mi despacho?” Estos pensamientos taladraban mi cabeza y me apeteció echarme a llorar. La señora, bien aplicada, que llevaba correctamente preparada su recaudación, se quedó mirando para mí, seguramente compadeciéndose de esa rubia tan torpe para encartuchar monedas. Y sí, me apetecía llorar por mi egoísmo. Porque mi pequeño ataque de soberbia me impedía en ese momento entender que el dinero tenía un buen fin y era lo prioritario. Me apetecía llorar por todos esos niños con cáncer, por todos esos inocentes que empiezan su vida con tan grave problema. Me apetecía llorar por los investigadores que una y otra vez hacen pruebas e intentan lograr remedios, y no siempre lo consiguen y necesitan dinero para hacerlo. Me apetecía llorar por no querer perder más tiempo, sin entender que el tiempo que dedicamos a los más débiles, realmente lo ganamos. Me apetecía llorar, yo qué sé, por cosas que aún no he llorado en privado y corrían el riesgo de salir en público. Y empecé a pensar en economía, o bien pensar en ello, me quitó las ganas de llorar. Si vamos a un mundo sin efectivo, convendría que todos estuviéramos preparados para ello. Tuve un alumno Erasmus holandés hace un par de cursos que se extrañaba de que sus compañeros siguieran usando monedas. Pues si hay que retirar el efectivo, hagámoslo fácil para todos. Generará inconvenientes en situaciones como la que acabo de describir, pero llegará. El mundo sin efectivo llegará. El mundo sin egoísmo seguramente no llegará nunca, amable lector. No obstante, como buena asturiana, creo que soy persona generosa. Todos podemos tener un mal día.




En página 33 de EL COMERCIO del sábado 07/04/2018, Felipe Benítez Reyes. Y en página 34, Susana Álvarez Otero. Comme il faut!