En esta etiqueta se recogen los artículos publicados desde 2009 hasta 2016, fecha de inicio de este blog en el que comencé a ubicar mis artículos periodísticos en la web. Los previos nacieron precisamente el 19 de diciembre de 2009, fecha de inicio de mi colaboración con EL COMERCIO, decano de la prensa asturiana.
Este artículo fue publicado en Tribuna
de EL COMERCIO el 12/04/2016
Resulta que hay mujeres que se pasan el día mirando tutoriales de maquillaje en internet y muy preocupadas por la mejor combinación de su sombra de ojos con su vestido. Al margen del vacío personal que pone de manifiesto quien lo hace, su reducida visión del mundo queda patente con semejante dedicación diaria. No le niego la importancia al mundo de la estética. No obstante, preocuparse fundamentalmente por ello no es sino una muestra de superficialidad y vacío en un ser humano, cuya misión fundamental es convertirse en “mujer objeto”. La pregunta clave no es “¿cómo se colocan unas pestañas postizas?”. La pregunta definitiva es: “¿dónde reside la auténtica belleza?”. En mi vida me he puesto unas pestañas postizas y, sinceramente, no veo cuál puede ser el atractivo para el sexo contrario. ¿Convertirse en un cúmulo de elementos postizos de los que es preciso despojarse cuando llega la hora de la verdad? No, gracias.
Mis tutoriales de
maquillaje fueron los de mi infancia. Sentada en una banquetita en el baño de
mi señora madre, contemplaba con interés la forma en que utilizaba los
distintos productos y artilugios y me quedaba fascinada con la resultante
final: unos rasgos de una belleza acentuada que parecían de otra galaxia. Sin
embargo, el contraste diario entre la belleza estratosférica de mi madre tras
una sesión de maquillaje y la naturalidad y limpieza de las caras de las
monjitas de mi colegio de las Dominicas de Oviedo, me llevaban a cuestionarme
diariamente la gran pregunta: “¿dónde está la verdadera belleza?”. Observaba
que a las monjitas no les avergonzaban sus canas, ni sus arrugas; no se sentían
acomplejadas por sus kilos de más o de menos; no experimentaban necesidad
ninguna de lucir radiantes cada día. El agua y el jabón parecían ser sus únicos
utensilios diarios y su poder de atracción se encontraba en su seguridad
personal, su cultura y su forma de hablar, la confianza que irradiaban en sí mismas
y que querían transmitirnos; la fortaleza y la satisfacción que ponían de
manifiesto con su compleja elección vital y, sobre todo, la ausencia de miedo.
En todo eso, yo no podía ver otra cosa que belleza y ganas de estar con ellas, y
de sentirme, algún día, una mujer tan segura y fuerte como ellas. Incluso
teniendo claro que el suyo no era mi camino, no podía dejar de observar esa
fortaleza personal de la que hacían gala y que tanto me atraía. Todo lo
contrario que las mujeres que vivían pendientes de la compra del último
cosmético capaz de darles la juventud eterna, o la brillante operación
quirúrgica que iba a devolverles la juventud perdida. En todo eso no hay más
que miedo y dolor, lo cual, es muy contrario a la belleza, creo yo. Y, por otro
lado, es una batalla perdida de antemano.
Produce ansiedad y
hasta tristeza observar que hay mujeres que se lo juegan todo a la carta de la
estética, sin percatarse de que eso está llamado a desaparecer. Es preciso
encontrar la fortaleza personal en algo que siempre se vaya a tener. Es decir, en
la inteligencia, en el sentido del humor y en el hecho de ser una buena
persona. Tan absurdo es basar la felicidad en ello y vivir pendientes de todos
los avances cosméticos, que son inabarcables, por otra parte, como ignorarlos
por completo, como si fuésemos mujeres de otra época. No hace mucho, revisando
unas fotos antiguas, me encontré con una en la que una mujer de los años 30 del
pasado siglo, de unos 45 años de edad, los que yo tengo ahora, llevaba una
pañoleta negra en su cabeza y tenía la apariencia de una abuela.
No hay nada malo en
vestir el cuerpo y vestir el rostro – como yo llamo al hecho de maquillarse –,
siempre que sea sin excesos y de manera acorde con nuestra edad. Si hay una
verdad absoluta que he podido comprobar con los años es que, en esto de la
vestimenta del rostro, “menos es más”, cuando se van sumando años. Es una de
las muchas cosas que tengo que agradecer a mis hijos. Tener menos tiempo para
dedicarse a una misma antes de salir de casa cada mañana, te obliga a comprobar
cómo es tu cara con la dosis mínima de maquillaje. Sencillamente, no hay tiempo
de poner más y, paradójicamente, todo resulta mejor. Más sensato; más
auténtico. Las sombras diabólicas pueden funcionar en una salida nocturna cuando
una es veinteañera pero no cuando se es una madre trabajadora con múltiples
obligaciones.
Tengo la suerte de
trabajar con gente joven y, a veces, veo en mis alumnas a veinteañeras muy
conscientes de sus puntos fuertes y débiles a la hora de vestirse y arreglarse,
lo cual denota madurez. En otras ocasiones, parecen vestidas por el enemigo,
empeñadas en ponerse ropa que marca tendencia, a pesar de que en sus cuerpos
luzca terriblemente mal. Las miro con una cierta compasión pero, a la vez, con
esperanza. Las mujeres aprendemos de nuestros errores y vamos haciéndonos
amigas de nuestros cuerpos y nuestros rostros, porque hemos de convivir con
ellos toda la vida y debemos aprender a sacarles el mejor partido posible. Sí
me sorprende desagradablemente, encontrar mujeres hechas y derechas que cometen
errores incomprensibles. Recuerdo que hace unos meses, en una crónica
periodística, me impactó una foto de una pareja a toda página en EL COMERCIO. Me
quedé tan sorprendida que recorté la foto y la guardé. Miré la expresión del rostro
de la mujer: las cejas arqueadas, la sonrisa de “joker”, el rostro surcado por
el bótox y que parecía aplicado por manos inexpertas que anulaban su expresión.
Me la quedé como muestra de lo que jamás quiero que un cirujano haga con mi
cara y, sobre todo, como ejemplo de lo esperpéntica que puede resultar una
mujer, y esta es relativamente joven aun, cuando no sabe hacer un uso mesurado
y racional de los medios que la estética pone a nuestra disposición. Me resultó
grotesco su exagerado atuendo de bótox y ácido hialurónico en el rostro, con
unas pestañas postizas que en una actriz pueden tener un pase, pero que en una
persona con otro oficio, por decirlo suavemente, resultan ridículas. Eso por lo
que se refiere a la vestimenta del rostro. En cuanto a la del cuerpo, llevaba
ese día, como tantos otros, uno de esos modelos “guante” que no dejan ni un
resquicio a la imaginación y con sus sempiternos brazos al aire, haga frío o
haga calor. Seguramente tendrá asesores de imagen, a los que no les hará mucho
caso, obviamente. No parece ser persona que se deje asesorar. Cuando las
mujeres vamos a las tiendas tenemos todo un festival de estilos de ropa y, sin
embargo, hay quien parece abonada a unos trajes que hasta los monos de neopreno
de los surfistas de la playa de Gijón pueden considerarse holgados al lado de
semejante atuendo. Por otro parte, si un día llueve y hace frío, y los de
alrededor llevan chaqueta, emperrarse en lucir los brazos no es sólo que no sea
elegante, es que es sencillamente ridículo, máxime si los brazos de esta señora,
para mi gusto, están más para tapar que para enseñar.
Cuidados estéticos
sí, pero con mesura, amable lectora. Una mujer con estos intereses en
exclusiva, jamás podrá ser acreedora de la más bella declaración de amor. Me la
encontré un día en un cartel publicitario de mi ciudad natal y me emocionó. Le
hice una foto con mi teléfono. En lugar de encontrarme en tal lugar un anuncio
de coches, por ejemplo, lo que había era la siguiente declaración: “Quiero
hacerme viejo y sabio a tu lado”. Pues al lado de una mujer que se pasa el día
mirando tutoriales de maquillaje, uno podrá hacerse viejo, pero nunca podrá
hacerse sabio, a no ser que la ignore, claro está. Y esto no deja de ser una
posibilidad en muchos matrimonios.