Me ha llegado al alma.
Nace el último conde de Toulouse-Lautrec -
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Nace el último conde de Toulouse-Lautrec
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En la cama: el beso, de Henri Toulouse-Lautrec.
Otro veinticuatro de noviembre, el de 1864, hace ahora
157 años, viene al mundo en Albi, al sur de Francia, un niño que, tras una vida breve y atormentada, habrá de ser el
último señor de su linaje. Es hijo del conde Alphonse Charles de
Toulouse-Lautrec-Monfa y de Adèle Zoë Tapié de Céleyran. Entre la retahíla de
nombres con los que la nobleza acostumbra a bautizar a sus vástagos, en el
recién nacido habrá de destacar el de Henri porque
sus padres son legitimistas y Henri resulta ser el nombre del pretendiente al
trono de Francia. Pero pasará a la historia de la bohemia y del arte con su
apellido: Toulouse-Lautrec.
Perteneciente a una de las cuarenta familias que
hicieron Francia, a decir de Jean Bouret —uno
de los mejores biógrafos del recién nacido—, la de los condes de
Toulouse-Lautrec fue una de aquellas estirpes que, “luchando a menudo contra el
rey y contra el destino, instauraron, a pesar de todo, una civilización en el
territorio que se repartían”. Sí señor, los antepasados del recién nacido, del
Atlántico al Mediterráneo, de los Pirineos al Macizo Central, fueron los señores de Languedoc hasta el siglo XIV.
Pero su abolengo se remonta aún más lejos. Hasta Carlomagno ni más ni menos,
quien concedió al primer conde, Alphonse de Toulouse, el privilegio de calzar
espuelas durante su consagración en la catedral de Reims, reconociéndole así
independencia como vasallo feudal.
"Grande entre los
grandes del París canalla, sus amores serán las prostitutas; sus salones, las
casas de tolerancia y lenocinio, que es como aún se llama a los burdeles"
Mas, siendo costumbre entre la aristocracia casarse
entre familiares directos para mantener unidas las heredades, los padres del
último conde de Toulouse-Lautrec son primos hermanos, y el recién nacido tiene esa mala salud que da la
consanguinidad. Sus huesos están enfermos y, ya en sus primeros
años, tras un par de caídas del caballo, su crecimiento se verá seriamente
mermado. Así pues, la altura del último de una de esas cuarenta familias que
hicieron Francia quedará reducida a un metro con cincuenta y dos centímetros.
Ahora bien, ser todo un vizconde demediado no mermará la
altura en la que rayará en la historia del arte; todo lo contrario,
aguijoneará su creatividad hasta convertir la suya en una de las miradas más
lúcidas a las legendarias noches del Montmartre del fin de siglo. Los carteles
publicitarios, que dibujará para los establecimientos parisinos, donde beberá
prácticamente hasta matarse, llevarán la publicidad a las mejores pinacotecas
del mundo. Su arte inspirará a los publicistas de la
mayor parte del siglo XX; su bohemia será un mito, mucho más grande
de lo que pueda ser la historia de su familia. Sus dominios no estarán en
Languedoc. Muy por el contrario, se extenderán entre los aledaños de la
parisina colina de Montmartre. Grande entre los grandes del París canalla, sus
amores serán las prostitutas; sus salones, las casas de tolerancia y lenocinio,
que es como aún se llama a los burdeles. Entre sus amistades, alucinados
como Vincent van Gogh —a quien dibujará al pastel,
sobre cartón en 1887— y proscritos decadentes como Oscar Wilde, a quien retratará en el Londres de 1895.
Ya desde su infancia, tan feliz como solían serlo las
de los hijos de la aristocracia francesa en los albores de la Belle Époque, el pequeño Henri muestra una
precocidad asombrosa para el dibujo. Su tema favorito son las escenas ecuestres
de su familia. El don no tarda en convertirse en una válvula de escape. A través de ella exorciza los complejos que, inevitablemente, le
produce su estatura. En su obra, como todos los creadores
atormentados, lleva a cabo todo un ajuste de cuentas con la realidad.
"Cuando se instale
en Montmartre, encontrará en la noche y en las disipaciones que las sombras le
procuran el mejor bálsamo a su estatura"
Apenas habrá de repararse en que Toulouse-Lautrec
trabaja en un tiempo en que la fotografía ha desplazado
definitivamente a la pintura en la reproducción de la realidad.
Henri nace en 1864, el mismo año que el salón de los artistas independientes de
París ha visto nacer el impresionismo, primera respuesta de una pintura —aún
figurativa pero ya no tanto— a la fotografía. Y la estética del conde, llamado
a ser rey de Montmartre, es tan de su tiempo que sabe combinar en su técnica
las influencias fotográficas —casi siempre pinta de memoria y su memoria le
devuelve auténticas instantáneas de la escena a dibujar— con las de Degas, el impresionista que ejercerá un mayor
ascendente sobre él, su primer vecino notable en Montmartre.
En 1881, cuando Toulouse-Lautrec llegue a París, la
Ciudad de la Luz seguirá siendo la capital cultural del mundo. Tres años
después, cuando se instale en Montmartre, encontrará en la noche y en las
disipaciones que las sombras le procuran el mejor bálsamo a su estatura. Es perfectamente consciente de que se está adentrando por el
camino, no demasiado largo, de su autodestrucción. Cuando se le
recuerde, será principalmente por sus carteles publicitarios de las noches del
Moulin Rouge y del Folies Bergère. Lo que se aireará mucho menos será que
el Salón de la rue des Moulins (1894), uno de sus más
célebres óleos, muestra en realidad una escena de La fleur blanche, su burdel favorito, uno de los más
famosos del París del II imperio.
"En su caso, esos
elefantes que ven en su último tramo los alcohólicos delirantes serán terribles
arañas. Imaginará que descienden hacia él desde el techo de su habitación y la
emprenderá a tiros"
Se recordará su amistad con las cantantes La Goulue y Jane Avril, dos de
sus musas más frecuentes. Pero apenas se dirá que amó a las meretrices como los poetas cursis a las grandes damas.
Y menos aún que, como nos demuestran algunos de sus dibujos, las observa con el
mismo cariño cuando se entregan a un cliente —En la cama, el beso (1892)—
que cuando se disponen al infamante examen del facultativo —Inspección médica en la rue des Moulins (1894)—.
Restar todos esos datos al estudio de su obra será volver a demediar al gran
Toulouse-Lautrec.
Ya en 1897, la mítica absenta de Montmartre le tendrá
totalmente alcoholizado. Sufrirá accesos de locura que la sífilis galopante,
que también padecerá, en modo alguno contribuirá a paliar. No faltarán noches en que le encuentren tirado en la calle,
ebrio, sin saber quién es ni adónde ir. Ya en el 99, el delirio
resulta inevitable. En su caso, esos elefantes que ven en su último tramo los
alcohólicos delirantes serán terribles arañas. Imaginará que descienden hacia
él desde el techo de su habitación y la emprenderá a tiros.
Recluido en una
casa de salud, realizará —merced a su memoria fotográfica— algunos de sus más
hermosos dibujos de tema circense. Es un artista maldito, pierde
la lucidez, pero no el don. Le dejarán salir del manicomio para ir a
morir en las posesiones de su madre en las inmediaciones de Burdeos. En teoría
lo mata la sífilis. ¿Cómo soslayar el resto? El último conde de
Toulouse-Lautrec y rey eterno del mítico Montmartre morirá en su cama en
septiembre de 1901, y sus últimos pensamientos serán para sus noches en el
Moulin Rouge.