Suiza es un país que conozco
bastante bien por razones familiares. Su insultante belleza y el comportamiento
de sus ciudadanos me impactaron la primera vez que lo visité. Recuerdo que todo
el mundo compraba su billete de autobús en una máquina prevista al efecto cuando
sabían que los controles eran poco habituales, por no decir inexistentes. Al
mismo tiempo me sorprendí de que me sorprendiera, dando por supuesto que si tal
cosa se hiciera en España, la probabilidad de que hubiera infractores era muy
elevada. Me explicaron que en Suiza, por una mera cuestión de sentido común,
todo el mundo entiende que quien roba, especialmente de lo que son bienes
públicos, termina robándose a sí mismo, lo cual es evidente, pero aquí hay
mucha gente que no parece entenderlo. Esa mentalidad suiza es la que llevó a
esta ciudadanía, mentalmente situada a años luz de la española, a rechazar en
junio del pasado año una renta básica para todos los ciudadanos. También habían
rechazado, en otra ocasión, algo que aquí a mucha gente le sorprendería: la
ampliación del período vacacional. “Serán tontos estos suizos”, pensará algún
lector. ¡Pues no! No lo son. Y tampoco son todos premio Nobel de Economía, sino
ciudadanos rebosantes de sentido común, que viven en un país privilegiado, no
sólo por su belleza, que saben preservar manteniendo la limpieza de sus
paisajes y ciudades, sino por su riqueza, que también quieren mantener y por
eso, no sucumben ante tales votaciones.
Y si ellos son capaces de
entenderlo, ¿por qué nosotros no podemos hacerlo? Se está proponiendo la
percepción de una renta básica, por el mero hecho de ser ciudadano que no es lo
mismo que un mínimo vital o una ayuda para personas sin ingresos o con ingresos
bajos. La primera es una medida perniciosa; alejada de toda lógica económica. La
segunda es una cuestión de humanidad. Y no es que sea de izquierdas o de
derechas o de centro, sino de personas ignorantes en economía que no se han
acercado lo más mínimo a los numerosos estudios que existen al respecto y, por
consiguiente, desconocen el perjuicio que trae consigo, máxime en un país con
economía sumergida como es el nuestro, que llevaría quizás a mantenerla o
incrementarla. A ello habría que añadir el efecto llamada y la desincentivación
de la búsqueda de empleo. Lo relevante en un país con una elevadísima tasa de
paro es incentivar fiscalmente la contratación. No conviene olvidar el efecto de
dicha renta sobre las arcas públicas, habida cuenta de nuestro grave nivel de
endeudamiento. ¿Tiene alguna lógica económica? Ninguna. La idea, a priori,
puede parecer brillante: garantizar a todas las personas residentes, de forma automática e
incondicionada, un ingreso periódico de subsistencia. La justificación de la
idea: la automatización. Se argumenta que con el nivel de tecnología
actual es imposible dar un empleo de 8 horas diarias a toda la población
adulta. Si durante los siglos XIX y XX hemos visto cómo la tecnología sustituyó
a los músculos, las tecnologías de la información pueden sustituir las
habilidades intelectuales. Nuestro móvil sería considerado un superordenador de
mediados de los 90. Cualquier app lo más probable es que representase un empleo
hace 15 años. Dicho esto, en un entorno donde será cada vez más difícil encontrar
empleos, mi duda es: ¿todo el mundo va a querer trabajar? ¿Habrá gente
dispuesta a seguir generando riqueza? En Suiza han demostrado que sí. Aquí,
amable lector, lo dudo. Mucho me temo que las enormes distancias mentales y
económicas entre el país helvético y nuestra piel de toro tienen una base
fundamental: carecemos de toda lógica suiza y así nos va, y nos seguirá yendo, cada
vez peor, con semejantes ideas. Sólo me queda un consuelo: que no todo lo
podemos decidir nosotros y el corsé europeo impediría subir el déficit que
sería preciso generar para cubrir semejante idea de bombero, no de economista
racional. Es triste pensar que necesitamos un control externo para conducirnos
con un mínimo de lógica. Muy triste.