Este artículo fue publicado en el diario EL COMERCIO el 02/11/16
La
última vez que lo vi fue el pasado martes 25 de octubre, cuando entraba yo a
hacer unos largos en la piscina de 50 metros del Real Grupo de Cultura
Covadonga y él salía de dar su clase a los niños pertenecientes a la sección de
la federación de ajedrez, entre los que se encuentra mi primer hijo. No puedo
valorarle como ajedrecista por la sencilla razón de que no sé jugar al ajedrez,
pero según indica la crónica de EL COMERCIO (01/11/16) destacó por su papel en
este deporte: vocal de la Federación de Ajedrez del Principado, campeón de
España por equipos y competidor en la división de honor. Además, tenía la
titulación máxima como monitor y entrenador y, los que teníamos el privilegio
de que la formación ajedrecística de nuestros hijos estuviera en sus manos,
sabemos de la dedicación y entrega con la que lo hacía. Destacaba por su tesón
en la organización de eventos en este deporte, animando siempre a los niños a
participar, midiéndose con los demás y consigo mismos, ayudándolos sin descanso
a superar nuevos retos, siempre en un clima de concordia y nobleza, la que
exige este deporte. Enseñándolos a ganar y, sobre todo, a saber encajar las
derrotas como caballeros y damas, que también las hay. La semana pasada nos
pidió que nuestro hijo participase en el próximo Campeonato Nacional de España,
pero en la categoría de Sub12 por equipos. “¡Pero si sólo tiene nueve años!”,
pensé yo. Está acostumbrado a jugar con mayores, o a ganar en campeonatos del
colegio con niños que le superan en edad, pero una competición nacional contra
jugadores mayores, federados y muy entrenados, me parecía un reto excesivo.
Dudamos un poquito, pero luego accedimos. Teníamos la plena confianza de que,
en cuestión de ajedrez, Julián Iglesias sabía muy bien lo que se hacía y
conocía a la perfección las capacidades y destrezas de cada niño que entrenaba.
Será otro el que organice el viaje en diciembre, será otro el que les de la
clase el próximo martes. Inevitablemente, se me viene a la mente el poema “La
melancolía del desaparecer” de Agustín de Foxá: “Y pensar que después que yo me muera / aun surgirán mañanas
luminosas”…
La
vida sigue, incluso cuando la muerte llega de una forma tan abrupta, tan
absurda y tan inesperada, haciendo que resulte aún más doloroso. ¡Qué faena nos
has hecho Julián! Eso no se hace. Has muerto participando en un torneo de ajedrez
y haciendo lo que más te gustaba. Este gran ajedrecista, allá donde esté,
seguro que tiene un tablero de 64 casillas blancas y negras esperando por él,
para que pueda seguir disfrutando de su pasión. Nadie ha regresado del cielo
para contarnos lo que allí hay, pero estoy convencida de que es el lugar donde
podremos disfrutar eternamente de nuestras verdaderas pasiones. ¿Qué otra cosa
puede ser, si se llama cielo? Descanse en paz, este gran maestro del ajedrez.