Este artículo fue publicado en TRIBUNA
en el diario EL COMERCIO, el 20/02/2020
Asistí a la jornada celebrada el pasado martes 18 de
enero en el Real Club de Regatas de Gijón, invitada por EL COMERCIO, sobre un
tema de especial interés para mí y con una ponente que nos ilustró con el
ejemplo de su propia empresa. Clara Arpa dirige una pyme aragonesa del sector
del metal en la que trabajan 50 personas y en la que ella se ha empeñado en
aplicar la sostenibilidad hasta sus últimas consecuencias. Me impactó cuando
afirmó que gracias al empleo de paneles solares lograrán desenchufarse
literalmente de la red eléctrica, si todo va bien, el próximo 6 de abril. El
logro es mayúsculo para un taller de este tipo y no deja de ser un ejemplo de
alguien que cree firmemente en su sueño y lo consigue. Clara se empeñó en
aplicar la sostenibilidad a su empresa y lo está logrando, teniendo en cuenta
además que esta mujer es miembro de la Junta del Pacto Global de Naciones
Unidas y del comité ejecutivo de la CEOE en materia de desarrollo sostenible. Como
bien señalaba Arpa en su presentación, la responsabilidad social nos afecta a
todos: individuos, economías domésticas, administraciones públicas y
universidades porque no tenemos un planeta B y la única alternativa es aplicar
esta mentalidad de responsabilidad social, sí o sí.
Hice lo propio hace ahora unos años reorientando mis
investigaciones académicas en esta línea porque desde el ámbito financiero
también se puede contribuir con estos objetivos. Es obvio que el cambio
climático y la transición hacia una economía baja en emisiones de carbono
también involucran al sistema financiero. Primero, por su papel de intermediario
entre el ahorro y la inversión, ya que facilita la canalización
de fondos hacia actividades que contribuyan a la llamada transición verde.
Y, segundo, por los riesgos financieros que el cambio climático y las actuaciones para
mitigarlo traen consigo. Son evidentes las implicaciones para las
finanzas del cambio climático y de la transición hacia una economía
descarbonizada, dado que las economías se enfrentan a dos tipos de riesgos
asociados al cambio climático: riesgos físicos, que provienen de los efectos directos del
cambio climático y riesgos de transición que derivan de los cambios regulatorios (como
límites estrictos a las emisiones de carbono y otros gases de efecto
invernadero) y tecnológicos (por ejemplo, sistemas de transporte
completamente eléctricos) necesarios para alcanzar el objetivo de
descarbonización. La transición verde comporta también cambios por el lado
de la demanda, derivados de la evolución de las preferencias y el
comportamiento de los consumidores, más sensibles a cuestiones medioambientales.
Esto genera nuevas oportunidades pero afecta al desempeño de diversos sectores
económicos y a la valoración de mercado de una amplia gama de activos, con las
consiguientes implicaciones. Es más, pueden tener impacto a nivel crediticio, reputacional,
operacional y de mercado. Por ejemplo, eventos climáticos
extremos pueden causar daños significativos en activos y reducir la capacidad
de pago de los prestatarios. Otro ejemplo serían los daños en inmuebles propios
causados por eventos climáticos extremos, que tendrían la consideración de
riesgo operacional. Por ello, la necesidad de evaluar e integrar los riesgos
climáticos dentro del conjunto de riesgos que pueden afectar al sector
financiero es compartida tanto por las entidades que forman parte del sector,
como por reguladores y supervisores. No obstante, los riesgos climáticos son de
difícil identificación,
medición y valoración. Es complicado medir el impacto de los riesgos
físicos y de transición por la falta de información corporativa (de
carácter público) sobre el impacto financiero de los riesgos climáticos y su consideración
a nivel estratégico. Por ejemplo, no existe una taxonomía
estandarizada que separe claramente las actividades verdes de
las que no lo son, ni estándares comunes de divulgación de información financiera relacionada
con el clima. Bienvenidas son las iniciativas para establecer
estándares comunes como las recomendaciones del grupo de trabajo “Task Force
for Climate-related Financial Disclosures (TCFD)”, propuesta por el “Financial
Stability Board”. Desde el ámbito académico tenemos también problemas para
medir el impacto positivo de las acciones desarrolladas por empresas como la de
Clara Arpa, porque es fácil calcular una rentabilidad económica o financiera
con un balance, pero no tanto medir de manera insesgada cómo una empresa está
contribuyendo a los objetivos de desarrollo sostenible. En definitiva, creo que nos
hallamos ante un reto global que exige soluciones globales y un elevado
grado de coordinación entre todos los agentes y sectores
económicos. Por la parte que me toca, intento aplicarlo día a día en mi propio
trabajo, con un golpe de timón que no fue fácil, en mi labor diaria de
investigación académica.